Las mujeres padecemos más molestias orgánicas durante más tiempo. Posiblemente no tan importante como las del sexo masculino cuando les surgen, salvando las excepciones, pero sí con más frecuencia y de forma más continuada.
Esto no es casual. Nada lo es. La relación del organismo con las emociones es evidente. Las mujeres rendimos la vida misma ante la emoción pura y de cada pasaje hacemos un duelo entre amor y desamor. Nos regimos por afectos, nos movemos por lo que nos gusta o disgusta, por aquello que nos hace sentir bien por dentro o lo que rechazamos nada más verlo. En ese trayecto, solo de ida, se nos queda pegado el corazón más a lo que nos suscita ternura que a lo que conviene o nos es afín.
Lo peor que tenemos es que nos quedamos enganchadas a los recuerdos, plagadas de objetos que simbólicamente rememoran actitudes, deseos o sentimientos que pueden haber pasado y a los que seguimos dando consistencia real.
No vivimos en tiempo real. Ese desfase tiene un precio y a veces lo pagamos caro.
Retenemos todo y no queremos que nada de lo que vivimos, y nos hizo felices, desaparezca de nuestra vida.
A veces, no entendemos que las situaciones cambian y que los sentimientos pueden brillar con toda su pureza en el recuerdo pero que deben quedarse ahí si ya no están.
Nuestro cuerpo se queja y lo hace al hilo de las emociones que vivimos.
Sería excelente dejar de digerir con el corazón, evitar el alma para respirar. Nos falta aire y los alimentos pueden convertirse en pesadas losas que nos abandonan en el caos.
El otro sexo conoce mucho mejor la estrategia de la vida de afuera y logra un mayor control de su equilibrio orgánico sostenible.
No podemos vivir cada situación con tanto empeño en pasar cada detalle por el rasero del corazón. Someter la vida a estos impulsos puede equivocarnos el camino… aunque a veces equivocarse es la única forma de llegar al lugar correcto.
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