Vivimos en un tiempo de otros. La
prisa, el calendario y el reloj se instalan en nuestro dietario para ocuparnos
de asuntos que no se refieren, la mayoría de las ocasiones, a nosotros.
Tenemos la sensación de que hay que volcarse
en todo lo que nos rodea para el mundo que nos circunda marche bien. Estamos en
una especie de creencia que nos sobre valora. Pensamos que sin nuestro cuidado,
sin las atenciones que merece lo que hacemos, todo iría mal. Efectivamente,
nadie es imprescindible, como reza un aforismo antiguo, aunque seamos
necesarios. Tener claridad sobre lo que abarca el poder de nuestros actos nos
llevará a crear un tiempo nuestro en donde invirtamos en felicidad.
A medida que vamos haciéndonos mayores,
ese tiempo feliz, en donde nos concedemos el derecho de dedicarnos a nosotros
mismos, se pierde. Los niños juegan incansablemente a simular realidades que no
existen pero en las que están tan inmersos que la de verdad pierde las
coordenadas. Ir creciendo significa ceder nuestro tiempo de disfrute a las
obligaciones, a esas pautas de trabajo y vida en la que no hay espacio para el
deleite, la ensoñación, el disfrute o la serenidad.
Cuando uno toma prestado un tiempo
propio a la vorágine diaria se siente bien. Te vas dando cuenta de que en
realidad las cosas marchan de igual manera sin esa plena dedicación a ellas,
sin la extenuación de derrocharnos allí y sin esa obsesión continua porque todo
esté perfecto y en orden permanente.
Hay que saber dónde reside la felicidad
de cada cual e invertir en ella a fondo perdido. Las oportunidades de ser
felices escasean por eso cuando las chispas doradas de un momento mágico caen
sobre ti, debes respirarlas como el mejor aire posible.
Concedernos tiempos nuestros equivale a
abonar el subsuelo de las emociones; poner una capa de fértil humus a la vida
para que lo que crezca sobre ella sea capaz de resistirla. Porque en
definitiva, algún día, en algún momento podemos dejar de existir y el mundo,
ese que creemos perdido sin nosotros, sigue de igual manera.
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