Entre todo aquello que deberíamos desaprender está la toma de posturas herméticas con las que nos incapacitamos para entender, cambiar, aceptar, corregir o mejorar cualquier situación o conducta en la que nos veamos implicados. Debemos desaprender a someternos sin reflexionar, sin tener un juicio propio o sin darnos por vencidos antes de entrar siquiera en la batalla. Desaprender el sistemático y compulsivo hábito de juzgar con gratuidad, de pensar que el resto lo hace mal por no ser nosotros quienes lo hacemos, de instalar la manía persecutoria hacia quien no comparte nuestras ideas o no responde a nuestro color de piel, lengua materna o situación social. Desaprender los gestos de desesperanza que se aglutinan en nuestro rostro bajo cada línea de expresión. Desaprender los estereotipos nos que llevan a pensar que nada cambia, que las normas deben ser siempre las mismas o que lo considerado como correcto hasta el momento, debe serlo siempre. Desaprender que el sentido del honor debemos ejercerlo a nuestro modo, caiga quien caiga, para validar nuestros intereses. Desaprender las seguridades a las que tan atados estamos. Instalarnos en la certeza de que el equilibrio de nuestro futuro se basa en aceptar que los planes pueden desaparecer en un instante cuando la vida decide por nosotros y estar seguros de que cualquier momento es el adecuado para estar frente un cambio radical por cualquier suceso no esperado. Desaprender esa confortabilidad blindada por la rutina engañosa en la medida en que la realidad está en constante cambio. Comprender y tolerar la inseguridad natural de la vida cotidiana como la mejor forma de aceptar lo que venga. Desaprender que el amor propio significa egoísmo y que la mejor forma de querernos, sentirnos valiosos y ser felices es mejorándonos continuamente para compartirnos con los demás en esa mejora. Desaprender el camino que nos lleva a querer agradar a todos porque eso no solo es imposible, sino ni siquiera debe ser deseable. Descender de las garantías que pretendemos conseguir en las relaciones y asumir que tener afecto por alguien hoy no significa que continúe mañana, si aceptamos el derecho de ambos a querernos en la más absoluta libertad de hacerlo así. Desaprender que la felicidad está más allá de lo que ya tenemos para instalarse en lo que nos queda por conseguir y seguir pensando que siempre es un deseo insatisfecho mientras perdemos la oportunidad de rescatar aquello que teniendo valor en nuestra existencia, jamás tendrá precio. Desaprender el camino de las reclamaciones a la vida para que nos devuelva lo que sólo en ella está prestado. Y es todo. Desaprender a quedarnos en las buenas intenciones sin tomar parte activa en la acción transformadora y comprender que los cambios no solo deben ser responsabilidad de otros, sino que debemos comprometernos cediendo un enorme grado de energía, pasión y determinación de nosotros mismos para mejorar lo que criticamos. Desaprender que los estilos de proceder de la gente tóxica, que se han expandido como un gas venenoso entre la mayoría de nosotros al concederlos cierto grado de normalidad, no solo no son lo deseable, sino que siguen siendo inaceptables. Que las venganzas nunca tuvieron un fin más ético que los motivos que llevaron a ellas y que no podemos comenzar mejor el nuevo año si seguimos empeñados en hacer de la derrota una justificación perpetua.
Desaprender, por último, a ignorar esa sensación de estar desbordados por emociones tales como el miedo, la ira, los celos, la culpa o incluso la alegría. Creer que amenazan nuestra paz interior y seguir la pauta, a menudo, de preferir silenciarlas. Entender, eso sí, que las emociones en realidad son valiosos mensajes cifrados que nos dicen mucho sobre nosotros mismos y que si aprendemos a escucharlas y a dialogar con ellas, nos abrirán un nuevo horizonte vital, lleno de serenidad y mayor compresión de quiénes somos para actuar mejor y ser más felices. Entonces sí haremos realidad los buenos deseos que aún tenemos pendientes en la navidad.