No queremos que nada se nos pierda en la vida; nada de aquello que nos gusta, que disfrutamos o que nos hace sentir bien. Lo peor es que nos hemos acostumbrado a la gratificación instantánea, algo así como sucede en la adolescencia.
Los jóvenes, cuando descubren el mundo que está fuera de sus casas y abandonan la infancia, creen que solo hay eventos por descubrir. Momentos llenos de intensidad que les proporcionan el impulso necesario para seguir viviendo en un día a día en el que comienzan a no encajar. Eso mismo sucede, a veces, en la madurez.
Comienza a no gustarnos aquello en lo que nos convertimos. Nuestro cuerpo cambia, el cortisol se dispara, lo que nos hace ir inflamados por la vida, la oxitocina no aparece y la felicidad va dejando de estar al alcance de la mano. Entonces retrocedemos en el tiempo y deseamos que las cosas sean de otra forma.
La vida comienza a complicarse muy pronto. Los momentos bonitos son escasos y la supuesta suerte, que debe llamar a la puerta alguna vez, no acaba de llegar. Por eso, sea como sea, el ser humano en la madurez se retrotrae en el tiempo y busca un estado semejante al de la adolescencia en el cual poder ser feliz. Y de alguna forma lo consigue cuando es consciente de que las emociones pueden tener la misma intensidad; que reír o divertirse forma parte de la vida que aún tienen.
He inventado esta palabra: “madurescencia” para nombrar ese estado de ensoñación que es posible y real en otras edades no tan tempranas y que nos conectan con la vida bonita que dejamos atrás hace tanto tiempo.
Es una palabra que añade vida a la vida con posibilidades infinitas para otras edades a las que siempre es deseable llegar.