Todos hemos deseado algo alguna vez. Todos deseamos continuamente, aunque sean pequeños anhelos que vayan sucediéndose a lo largo del día y que componen nuestro particular panel de esperanzas en expectativa. Es estado de deseo es un momento productivo porque genera ilusión y entrega de los propósitos hacia lo deseado.
El deseo es una petición, al fin y al cabo. Una solicitud que desde el interior lanzamos al aire para que alguien o algo la recojan. Hay que saber pedir, sin embargo. No podemos desear en negativo. No podemos pedir desde la desesperanza de no conseguir. Ni podemos lanzar con vehemencia lo que deseamos desde la absoluta convicción de que no es para nosotros.
Si queremos algo de verdad, debemos quererlo desde el centro más diametral del corazón. Ahí, en el medio de la fuerza centrífuga que lo mueve, debe estar la petición. Libre de cualquier rasgo negativo, protegida de las desesperanzas y de las creencias de imposibilidad para su conquista.
Hemos de creer en que somos merecedores de lo que pedimos y advertir que nos va a llegar sin sentirlo, como un regalo del universo surgido de la simbiosis de éste con nuestra necesidad.
No olvidemos nunca agradecer…y hacerlo antes de que la concesión sea hecha porque solo la posibilidad de realizarla, desde la salud o la enfermedad, desde el amor o el desamor, desde la sabiduría o la ignorancia, desde el bien o el mal…en realidad, desde cualquier posición, estamos aquí, en la vida, gozando de esta maravillosa experiencia que a veces duele y otras nos eleva a las alturas.
Los deseos se cumplen siempre. Pero siempre que se pidan con absoluta fe en que va a suceder. Sin ponerle tiempo al cosmos, sin determinar día ni hora, sin fijar coordenadas que limiten la magia del suceso.
Todos los días repaso mi lista de deseos y de todos ellos me quedo con uno, el más importante y significativo, el que pueda elevar mi felicidad interior para poder proyectarme en los demás con mayor luz.
Estoy segura que llegará. Os lo diré.