Vivimos llenos de “seguridades” que se tambalean por todos lados. Creemos que viviremos para siempre, que la muerte siempre es de otros, que nuestra verdad es la única, que los demás están equivocados o que cada vez que algo nos sale mal, es por culpa de las circunstancias o de otros.
No solemos poner filtro a lo que hacemos, no solemos perfilar ni matizar lo que decimos, no tenemos demasiado cuidado con aquello a lo que respondemos, no solemos creernos culpables de nada; siéndolo de muchas actitudes y comportamientos.
Vivimos inmersos en un desierto de “ seguridades” falsas. Nada es seguro, no tenemos siempre la verdad en nuestras manos y no acertamos siempre en lo que hacemos porque, sobre todo y ante todo, somos humanos y fallamos, nos equivocamos, nos empecinamos en ideas que no resultan eficientes cayendo sin remedio.
La buena noticia es que podemos posicionarnos en una actitud abierta con respecto a nosotros mismos. Un talante flexible donde el error sea una posibilidad y no una condena, donde la falta no sea motivo de culpa y donde el fallo sea siempre un trampolín para mejorar.
Por muy bien que estemos, todo puede cambiar en un instante. Frente a la mayor dicha puede esconderse la más profunda infelicidad. Lo que parece lo mejor para nosotros, puede resultar un infierno. No sabemos qué, no sabemos cuándo o no sabemos dónde. La pregunta que podemos hacernos ante cualquier circunstancia que nos suceda es “ para qué” me sucede esto a mí, qué aprendizaje me aporta, qué debilidades me enseña o qué fortalezas me infunde.
Nunca estés tan seguro que no dejes lugar a la duda. Nunca tan certero que no sepas como desenvolverte cuando te sorprenda la vida. Nunca te quejes de lo que no tienes, ni dejes de enfocarte en lo que ya posees.
Las certezas siempre deben ir acompañadas de alguna duda, de otro modo estarás decididamente abocado a que el fracaso te sorprenda y te anule.
Solo tú tienes el control.