Podemos acariciar y ser acariciados de muchas formas pero solo algunas de ellas conseguimos ofrecerlas a todos en cualquier momento. Son gestos breves que importan mucho. Sutiles ráfagas de emoción que expresan la facilidad que concedemos al resto para acercarse hasta nosotros. Que permiten, en definitiva, una corriente abierta de comunicación antes de que ésta se inicie con palabras y que sobre todo, tiende puentes de entendimiento sin haber siquiera intentado razonar con la lógica del pensamiento.
La sonrisa y la mirada son tiernos dedos que se enredan en las mejillas del otro. Logran, la mayoría de las veces, encender en él una respuesta libre de acritud aún cuando lleve impresa el fulgor de la ira. Amainan temporales y restablecen cauces de comunicación bajando los escudos defensivos cuando se libran batallas.
Muchas veces he comprobado el efecto allanador que tiene una sonrisa amable al inicio, en el medio y al final de una conversación, por dura que se presente. O el valor pacificador de una mirada cordial que invite a la benevolencia por ambas partes.
Me he dado cuenta, sin embargo, de que hemos de ser cautos en el matiz de los gestos porque lo que pueden aportar al encuentro depende, exactamente, de su textura.
Hay personas que creen dominar al otro desde su mirada retadora y convierten en agresión lo que debería ser afabilidad y persuasión llena de complicidad. También debemos tener cuidado en cómo sonreímos y evitar la burla que viste los labios cuando el modo no es acorde con el pensamiento que lo sostiene.
Acercarnos a los demás desde la amabilidad es un arte que tiene muchas compensaciones y las tiene, en primer lugar, para nosotros mismos. No caminar a la defensiva frente al resto no nos deja indefensos ante sus potenciales agresiones, sino que facilita la expansión del corazón que sostiene la palabra y tiende puentes de acercamiento aún en medio de las tempestades.
Creo en el poder inmenso de la amabilidad; no en esa pegajosa y cursi reiteración de adulaciones, gratitudes o agasajos continuos y desmedidos, sino en la abierta y entusiasta delicadeza que deja una sensación única de aceptación y acercamiento, en cualquier circunstancia.
Siempre he sido amable y generalmente me han devuelto lo mismo o, al menos, si no lo han hecho de igual forma, les he mostrado otro camino posible de entendimiento que el momento o más tarde seguro han comprendido.
Ser amable supone tratarnos bien a nosotros mismos. Hagámoslo aunque inmediatamente no veamos los resultados. Si todos ponemos de nuestra parte será como una ola que se extienda irremediablemente sobre la humanidad y entonces podremos estar satisfechos de esa primera sonrisa que hemos regalado al que se cruce con nosotros en el primer saludo del día.
Ser amable supone tratarnos bien a nosotros mismos. Hagámoslo aunque inmediatamente no veamos los resultados. Si todos ponemos de nuestra parte será como una ola que se extienda irremediablemente sobre la humanidad y entonces podremos estar satisfechos de esa primera sonrisa que hemos regalado al que se cruce con nosotros en el primer saludo del día.