Todos añoramos ser niños, alguna vez. Lo recordamos con cariño
porque en esta etapa todo parece posible dentro de nuestro pequeño mundo. Lo
malo no lo parece tanto, lo excelente es todo un universo. Y siempre sabemos
cómo evadirnos del dolor anclándonos en un presente continuo siempre nuestro.
Ellos tienen lo que se denomina “la mente del principiante”, en la
cual se abre todo un abanico de posibilidades a las que no puede acceder ya la
mente del experto.
Al abordar lo nuevo, sin conocimientos ni experiencias previas, se
está más abierto al descubrimiento, a la observación, al detalle. Esta apertura
es sumamente creativa. La cuestión está en no perder esta actitud nunca porque
cada momento presente es siempre nuevo; fresco.
Conservar esta sensación de frescura se instala en dar su lugar a
la respiración; un espacio abierto que actúa como una “puerta batiente”; inhalando
y exhalando tranquilamente incluso sin darle demasiada importancia porque en
ocasiones cuanto más queremos hacerlo bien y obtener los mejores efectos, peor
nos resulta.
Solo en el presente respiramos. Vivimos. Donde está tu cuerpo, está
tu vida. Esa vida puede estar pasando momentos horribles, pero la única forma
de trascenderlos es dándoles espacio y apertura, dejar pasar el tiempo y sobre
todo no añadirle nada en absoluto.

Este recurso ya lo poseemos. No hay nada que estudiar, ni que
integrar a lo que somos. Solamente frenar la mente e instalarla en lo que es,
dejándolo ser.
Nos agotamos en el hacer, en el pensar. Elaboramos un gran número
de expectativas que nos apegan, condicionan y someten dirigiéndonos al
sufrimiento si no se cumplen.
Todo es más sencillo. Todo está dentro. Lo sabemos ya.
No hay complicaciones. Todo sucederá de igual modo.
Dejemos de implicarnos en el enredo.