A veces nos gustaría escondernos. Desaparecer o ser invisibles. Son momentos, días, épocas en las que no estamos para nadie, incluso para nosotros mismos.
Con razones para ello o incluso sin ellas, no querríamos dar explicaciones a nadie, ni que nos increparan por cualquier cosa o que nos impelieran a participar con alegría en salidas, reuniones o quedadas que nos parecen ajenas.
Hoy en día predomina una especie de conspiración contra la tristeza, el desencanto o la apatía. Hay una tiranía, a veces, insufrible con el bienestar, con la positividad y con la, muchas veces, falsa alegría a la que parece que todos deberíamos rendir culto. Pero las desgracias suceden, las enfermedades llegan, los desencuentros suceden y todo ello nos lleva a un estado de malestar incompatible con lo que la sociedad del momento exige.
No nos preparan para vivir. No hay una asignatura que nos ayude a gestionar las emociones, ni tampoco existen aprendizajes específicos que nos enseñen cómo dirigirnos en un problema, como afrontar los miedos o de qué forma acometer lo que asusta.
No tenemos dónde escondernos, salvo dentro de nosotros mismos. A lo largo de la vida uno puede tener suerte y adquirir herramientas con las que enfrentar cada reto que se nos presenta, o puede que no. En cualquier caso tenemos derecho a la tristeza, a no querer hablar, a recogernos para sentirnos mejor.
Por eso, sí. Si puedes llorar, enfadarte, estar triste, abstraerte en el silencio y la soledad o volverte invisible ante los demás entrando en ti.
Dentro es el único lugar donde el ruido es tuyo, pero tú eres quien mejor puede invitarle a irse para recomponerte y salir abrazando la alegría perdida.