Vivimos muy deprisa. Los días se suceden sin apenas notar sus horas. Pasamos de una actividades a otras, de unas gentes a otras, de unos diálogos a otros, consumiendo la vida sin darnos cuenta que el tiempo avanza y la existencia se acorta.
Cierto es que por una parte está bien. Si los días pasan rápido es señal de que no son calamitosos para nosotros, de que los sucesos no son graves y de que estamos tan absortos en nuestras causas personales que cada día que pasa, vuela sin darnos cuenta.
La vida es corta, por larga que sea para algunos. El final es certero para todos e inexorable. Por eso, dentro de nuestra frenética y acelerada forma de vivirla, tenemos que hacer huecos para el disfrute propio. Espacios y tiempos que nos pertenezcan de verdad. Momentos que podamos absorber como únicos e intransferibles y que, de algún modo, suavicen la vorágine que nos devora y que, como un verdugo sin escrúpulos, nos arrebata lo nuestro.
Si sientes que estás dentro de esta espiral centrípeta en la que no te encuentras a ti, salvo como sujeto de trabajo y empeños que no te permiten encontrarte con el bienestar, haz una parada inmediata. Obsérvate desde fuera, haz una valoración rápida de tu día a día. Resuelve darte la oportunidad de rescatar de ellos algo solo tuyo. Todo cambiará después y hasta el agobio de las obligaciones urgentes será suavizado por la esperanza de volver a tener esos momentos de serenidad y placer en cualquier cosa, actividad o persona en que lo encuentres.