Está de moda la excelencia. Todos queremos llegar a ella en cualquier ámbito. Lo “mejor” se ha elevado a categoría de lo único deseable y en función de ello, nos embarcamos en mil y una aventura con nuestro cuerpo, nuestra mente o nuestro corazón.
Han existido épocas donde lo duro, la resistencia o lo extremo eran bandera del éxito. Hoy, podemos descansar en lo blando de las emociones, en la calidad de nuestra forma de vida, en la selección de lo que puede llegar a ella.
El problema más evidente, cuando nos enredamos en afectos prohibidos, no correspondidos o unilaterales, es la testarudez con la que no queremos perder lo invertido.
Posiblemente, hemos pasado mucho tiempo entregando lo mejor nuestro. Horas dedicadas a pensar y sentir por alguien. Emociones concentradas en tantas noches sin dormir. Sensaciones que, por tener tanto valor, nunca tendrán precio. Y de pronto, la posibilidad de que todo se desmorone está ahí, acechando sin escrúpulos, esperando una debilidad más en nuestra mermada fortaleza para arrebatárnoslo todo.
Sin embargo, y a pesar de ello, debemos elegir lo que nos emocione. Lo que nos haga sentir bien. Lo que deje el alma suspendida en el limbo de las posibilidades. Lo que, en definitiva, nos haga más grandes y mejores.
Las emociones están de moda, también. Nos hemos dado cuenta de que hay pocas cosas importantes en la vida y ellas lo son.
Lo que nos emociona, nos define; pero sobre todo, perfila esa sutil estela que dejamos a nuestro paso y que no deja indiferente a los que nos rodean pudiendo inspirarles. Sigamos apostando por lo mejor que ellas consiguen de nosotros.