Si hay algo que todos hemos hecho, es llorar. Siempre que nos referimos al llanto lo asimilamos al dolor, frustración y desencanto. No tiene por qué ser así, pero lo es la mayoría de las veces.
Tratamos de no llorar, a veces incluso nos tragamos las lágrimas para que el que está enfrente no note nuestra desesperación, otras lloramos sin ellas en un acto heroico de resistir el sufrimiento con entereza. Y todo, porque llorar está mal visto. Desde pequeños nos han dicho que no se llora, sobre todo, y estúpidamente, a los hombres; que hay que resistir , como si estuviésemos en una trinchera agazapados contra el enemigo, y que llorar es de débiles.
Estos reiterados mensajes, que van calando desde la infancia en nuestro carácter, han favorecido la aparición de muchas tristezas, depresiones, angustias reprimidas e insatisfacciones no resueltas.
Llorar es bueno, incluso yo diría que es un acto sagrado donde las emociones emanan a borbotones, y en el cual se desbordan las penas, las alegrías o todo aquello que sea motivo de llanto.
Cuando lloramos, sanamos de algún modo. Es un relámpago fulminante que nos limpia por dentro; un acto de valentía en el que nos damos permiso para seguir adelante y coger impulso para continuar.
Hay un magnífico librito, “El caballero de la armadura oxidada” ( Robert Fisher), en el cual lo único que le permite al protagonista liberarse de sí mismo, de sus propias miserias y de sus errores, para acercarse a lo que ama, son las lágrimas.
No te preocupe llorar, no lo reprimas, al contrario, hazlo cada vez que lo necesites liberando la rabia, la impotencia, los recuerdos o la indignación…eso sí, luego lávate la cara con agua fría, mírate al espejo, emplea la voz de tu sabiduría interior para decirte cuánto vales y sal de la tristeza con la certeza y el poder de saber que tú lo eres todo, por contener toda la grandeza divina del universo.
Eso es lo que debes recordar, siempre.