Hay
situaciones, detalles, hechos esporádicos y momentos tan deliciosos como la
flor del cerezo. Aparecen sutilmente, afloran, se expanden y desaparecen en
poco tiempo. Son, lo que yo llamo, momentos eternos, esos que de pura delicia,
cuando suceden, se nos quedan los labios con un sabor dulce que corre deprisa a
llamar al alma.
He salido muy pronto a la calle hoy y
lo primero que me he encontrado es a mi vecino trayendo en sus brazos a su
bellísima nieta de poco más de dos años. La niña, recostada en su hombro,
devoraba un chupete de lunares que acompañaban su somnolienta carita. Traía un
gesto de disgusto, seguramente por notar el frío de la mañana en medio del
plácido sueño que aun le acompañaba.
Se han parado conmigo. La miré dulcemente,
como si en ella quisiera recobrar la infancia de mis hijos y el mundo de
ilusión y ternura que dejaron allí. Me devolvió la mirada como si algo le
hubiese agradado en extremo regalándome una acaramelada sonrisa que iluminó sus
ojos y, con ello, un resplandor inmenso caló en mi.
Me pareció que el cielo me daba los buenos
días y comprendí que los niños tienen un grado de felicidad intrínseco que no
depende de ninguna cosa. Están alegres o no como reacción a los estímulos
inmediatos y en relación a la defensa natural que su mente les concede. Su
enfoque siempre está en el presente y nunca maduran ideas que se disloquen en
el “por si acaso”, en el “debería”, en el “ por si me critican” o en el “por si
me equivoco”.
Deberíamos guardar como un tesoro la
capacidad de centrarnos en lo que tenemos delante, en lo que vivimos en el aquí
y en el ahora, pero sobre todo de desterrar cualquier idea negativa en el
momento que aparece.
La vida tiene su propio código, sus propios
procesos, que suceden a pesar de nuestros temores, sus ritmos y sus cambios. Y
tal vez, el mejor regalo que podamos hacernos es mirarla poco a poco, tramo a
tramo, momento a momento con una sonrisa tan diáfana, natural y bella como la
que me regaló la pequeña esta mañana.
Al
menos, esa sensación tuve.
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