Cuando
alguien muere, cuando nos parece que todo está perdido, cuando la persona ya no
va a estar nunca más, llega hasta nosotros una especie de vacío en el que las
palabras pierden el sentido y el silencio invade lo que ya son recuerdos.
Después
de que pasa todo, uno intenta traer a la mente a la persona, a lo que vivió con
ella, a lo que no se dijo o se dijo de más. Y en ese ir y venir del pensamiento
afloran los sentimientos más sinceros. Los que de verdad estaban instalados en
el corazón. Los que parecían que se escondían entre la envidia, los rencores o
los encontronazos. Aquellos que se guardaban de nuestro consciente para
preparar el sustrato del verdadero afecto, a pesar de lo que hubiese sido o pasado.
Cuando
la persona que se va y es cercana, es cuando se pone de manifiesto las
ausencias que nos separaron, las presencias que nos unieron y los montones de
silencios que debieron de haber sido llenados de palabras con sentido. También,
los afectos no expresados; sobre todo esos. Y es que nos cuesta dar besos,
estrecharnos en abrazos, tomar la mano, apretarla o simplemente mirar con
cariño a los ojos. Gestos sencillos y tan complicados a veces.
La
cultura condiciona la expresión de los afectos, les dirige y les particulariza.
Luego el hogar se encarga de prestarnos modelos en la infancia en los cuales
captamos, con inmediatez inédita, hasta el último gesto presente o ausente, que
se profesan nuestros padres. Lo que se permite y lo que no, lo que se normaliza
o se ridiculiza, lo que se penaliza o se ensalza. Y eso, aunque nos pese, lo
repetimos a lo largo de la vida.
Por
eso, es tan importante dejar que el corazón se exprese con libertad serena. Que
sea él quien elija a quién a amar y cómo hacerlo. Que sea el que hable sin
palabras y una sin ataduras.
Por
eso, cuando alguien se va y estamos instalados en el “después de todo”,
entendemos por fin que lo que queda es solamente eso. El lenguaje de lo que
hayamos amado o de lo que hayamos evitado, eludido o rodeado el amor.
Nada
más importante.
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