La única forma de asegurarnos el sufrimiento es resistirnos al
cambio. Muchos de nosotros nos empeñamos en que todo siga igual. No queremos
ver lo evidente, aun sabiendo que la vida es, en esencia, cambio desde que se
hace presente.
Hay una frase muy
utilizada que dice: …” lo que resiste, persiste”. Hay que detenerse en ella. En
realidad, lo que no queremos cambiar es “lo bueno” que había en la situación en
la que estamos. “Lo malo” lo cambiaríamos sin pestañear. El problema es que no
podemos detener ni una cosa ni la otra.
Llegar a aceptar el
cambio, e incluso fluir con él, sería la solución de muchos de nuestros problemas.
Es complicado porque nuestro cerebro siempre está dispuesto al placer y a evitar
el dolor. Por eso, queremos petrificar todo aquello que nos ha hecho felices,
los lugares, las personas, los sonidos, las fragancias, las miradas, las
sonrisas…y tantos pequeños detalles que nos han llenado de gozo. Queremos
congelar la felicidad para beberla a sorbos cuando la necesitemos. Pero es un imposible
más, como muchos en los que nos empecinamos.
Estamos muy
preocupados por “la permanencia” de todo lo que sentimos “nuestro”, cuando en
realidad lo que verdaderamente tenemos seguro es la ”impermanencia” de lo que
no tenemos, que es todo, porque lo que resumimos como “mío” solamente lo
tenemos prestado hasta el día que abandonemos este modo de existencia.
Estamos apegados a lo
mínimo; como no a lo máximo.
Vivimos en la
empecinada convicción de que poseemos algo, sin darnos cuenta que ese algo nos
posee a nosotros, nos subyuga y nos hace perder la perspectiva. Un ángulo muy
equívoco si fuésemos capaces de mirar por encima de nuestro ego y más allá de
nuestras ansias de posesión.
Todo cambia, es innegable
y lo hace desde el minuto cero. Seguro que ahora mismo tú, lector, ya eres otro
diferente al que comenzó a leer esta reflexión.
Asumirlo, seguir el
movimiento ondulante de la diferencia nos ayudará a vivir y a despedirnos,
cuando llegue el momento.
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