Mis queridos lectores, posiblemente
habréis notado que el blog lleva un ritmo diferente. Tengo una situación
personal que me impide escribir como antes. Espero que se resuelva pronto.
Mientras tanto os dejo este breve texto para seguir reflexionando
sobre nuestro proceder interior.
¡Feliz comienzo de semana!
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Había una mujer que, a fuerza de una actitud recta y perseverante,
había obtenido grandes logros espirituales. Aunque desposada, siempre hallaba
tiempo para conectar con su Realidad primordial. Desde niña, había lucido en
las muñecas brazaletes de cristal. La vida se iba consumiendo inexorablemente,
como el rocío se derrite cuando brotan los primeros rayos del sol.
Ya no era joven, y las
arrugas dejaban sus huellas indelebles en su rostro. ¿Acaso en todo encuentro
no está ya presente la separación? Un día, su amado esposo fue tocado por la
dama de la muerte y su cuerpo quedó tan frío como los cantos rodados del
riachuelo en el que hacía sus abluciones. Cuando el cadáver fue incinerado, la
mujer se despojó de los brazaletes de cristal y se colocó unos de oro. La gente
del pueblo no pudo por menos que sorprenderse. ¿A qué venía ahora ese cambio?
¿Por qué en tan dolorosos momentos abandonaba los brazaletes de cristal y
tomaba los de oro? Algunas personas fueron hasta su casa y le preguntaron la
razón de ese proceder.
La mujer hizo pasar a los
visitantes. Parsimoniosamente, con la paz propia de aquel que comprende y
acepta el devenir de los acontecimientos, preparó un sabroso té especiado.
Mientras los invitados saboreaban el líquido humeante, la mujer
dijo:
--¿Por qué os sorprendéis? Antes, mi marido era tan frágil como los
brazaletes de cristal, pero ahora él es fuerte y permanente como estos
brazaletes de oro.
¿A quién no alcanza la muerte del cuerpo? Pero aquello que
realmente anima el cuerpo es vigoroso y perdurable.
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