Me
he dado cuenta que los seres más diminutos, los que ni se ven, ni se tocan, ni
saben ni huelen, pueden matarnos en instantes.
Virus,
bacterias, hongos y un sinfín de diminutos seres apenas perceptibles con el
microscopio pueden sembrar la semilla de la muerte en un momento.
Pensaba
hoy que esto mismo sucede con los pensamientos. Comenzamos por descubrir uno de
ellos en nuestra mente.
Pequeño, imperceptible, aparentemente inocuo pero
dañino. Letal.
Comienzan
cuando vemos algún detalle, alguna señal; muestras y rastros de lo que se
avecina y no lo queremos creer.
Aparecen
como ráfagas que anuncian la tormenta. No les hacemos caso porque parecen éter
que se evapora, pero siempre vuelven. Recurren e invaden.
A
veces, enfrentar la realidad es menos duro que soportarla. En muchas ocasiones
tenemos miedo de lo que sucederá y no vemos que es aún peor lo que está
sucediendo.
Nos
alejamos de lo que se nos muestra con claridad para seguir pegados a los
sueños.
A
mí me gusta saber con lo que cuento. Me gustan las cosas claras. Me encanta
saber a qué palo quedarme y si lo acepto asumo las consecuencias. En cualquier
caso, lo peor son las situaciones indefinidas, los sí pero no, el me va bien a
pesar de lo malo… y tantas otras frase con las que nos engañamos tantas veces.
Los
virus mentales también atacan y lo hacen fuerte.
Presentan
batallas silenciosas. Minan subterráneamente, perforan y taladran la confianza.
Posiblemente,
lo mejor sea mirarlos de frente y escuchar el mensaje que tienen que darnos. De
nuestra cuenta queda actuar con rapidez o seguir dejando que aniquilen nuestro
equilibrio.
Hay
que estar atentos.
Podemos remontar y vencer en la lucha pero
para ello hay que saber contra quien luchamos y querer hacerlo.
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