De protección va nuestro cuento de hoy.
De guardarnos a nosotros mismos; de los beneficios de querernos y de
defendernos ante exterior y sus peligros.
Hay personas que apenas han
salido de su nido originario, cuya vida es cómoda y segura…y casi nunca aprenden
a moverse, ni siquiera, entre sus conocidas coordenadas.
Otras, viajeros incansables de experiencias ajenas, pregoneros de dichas y
desdichas en un mundo lleno de batallas siempre están al acecho de lo que puede
dañarles y se resguardan maravillosamente.
De eso se trata. De saber
preservarnos del dolor que llega de fuera, de tener recursos contra él, de
poder seguir sin condenarnos, de mantenernos en la batalla.
Veamos este relato…
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En tiempo de los Reinos combatientes, el
Hijo del Cielo no tenía ya de emperador más que el título. China estaba a
merced de los señores de la guerra, que se disputaban incansablemente los
despojos del Imperio.
El rey de Wu había decidido conquistar
el reino de Shou, cuyo ejército, según diversos informes, era muy inferior en
número al suyo y estaba mucho peor equipado. Durante los preparativos, sus
espías le señalaron que un rey vecino concentraba tropas en las fronteras, a la
espera, sin duda, de que el ejército de Wu abandonara el reino para invadirlo.
El soberano hizo oídos sordos y persistió en su proyecto de conquista. Sus
ministros estaban muy inquietos. Uno de ellos tuvo la audacia de hablarle
abiertamente de sus temores y fue depuesto en el acto.
En aquella época, Zhuangzi vagaba con su
rosario de discípulos por el reino de Wu. El dignatario destituido le visitó
para pedirle que interviniera ante el rey antes de que el país se convirtiera
en pasto del dragón de la guerra. El sabio prometió intentar alguna cosa.
Unos días más tarde, Zhuangzi irrumpió
en la sala del trono, sin afeitar, maniatado, prisionero de un patán que vestía
uniforme de los guardias reales.
El rey de Wu, en el colmo de la
indignación –ya que había reconocido al venerable sabio a quien había ido a
consultar en varias ocasiones-, mandó de inmediato que desataran las manos del
prisionero.
Reprendió al guarda de caza por tanta
inconsecuencia y lo cesó inmediatamente de sus funciones. Pero éste se
prosternó varias veces y se defendió explicando que había sorprendido al
llamado Zhuangzi practicando la caza furtiva en el parque real del Oeste.
Exhibió el objeto del delito: un arco que había arrancado de manos del
transgresor. Perplejo, el rey se volvió al viejo maestro y le preguntó qué
significaba aquello.
Zhuangzi acarició su perilla blanquecina
y contestó:
- Pues bien, Majestad, he tenido una extraña aventura. Había salido a cazar en la pradera que bordea el parque de Su Majestad, con la firme intención de no sobrepasar en absoluto los límites, ya que había visto bien los mojones donde estaba grabado vuestro sello. Caminaba, pues, entre las hierbas altas acechando el vuelo de una presa, cuando, de repente, el ala de una urraca rozó mi sombrero.
Se posó en la linde de vuestro parque. Me dije: ¡qué extraño, me ha
rozado sin verme y ahora está a mi merced, al alcance de la flecha de mi arco!
Intrigado, me acerqué al ave para averiguar lo que le había hecho olvidar toda
prudencia. Dio algunos saltos en el sotobosque, la seguí, y de repente se quedó
inmóvil como si fuera a lanzarse sobre una presa. Seguí avanzando sin que la
urraca advirtiera mi presencia ¡y entonces vi que esperaba que una mantis
religiosa, escondida tras una hoja, se apoderara de una cigarra, para
abalanzarse y devorar a los dos insectos a la vez! Deseosa de aprovechar esta
doble acción, no había visto al cazador que tenía detrás.
Y me hice la reflexión siguiente: así
es la naturaleza animal, cegados por sus apetitos, los animales olvidan
protegerse del peligro.
¡Fue entonces cuando vuestro guarda de
caza me sorprendió y me detuvo como a un vulgar cazador furtivo! Y me hice la reflexión siguiente: así es la naturaleza humana,
¡cautivado por el mundo exterior, el ser humano olvida protegerse así mismo!
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