Muchas veces nuestras actitudes contemplativas hacia el pasado
parecen de sumisión, o de enganchamiento: nos mostramos como seres humanos
subyugados o ligados a los sucesos y personas que fueron parte de las tramas en
que nos vinculamos transitoriamente –siempre transitoriamente porque la vida es
un río que avanza, a veces impetuosamente y a veces calladamente, sin detenerse
aunque nuestra confusión y nuestros apegos pretendan estancarla.
Nos quedamos pasmados, como actores perplejos, en la representación
exaltada del personaje que encarnamos, con nuestros egos alborotados y
vehementes; perdemos el impulso para seguir participando fluidamente en las
funciones de la vida y nos rezagamos mientras los otros asumen la iniciativa y
se van acomodando a sus papeles cambiantes.
Sin embargo, la vida tiene sus propias leyes y procesos: somos
demasiados protagonistas interactuando en nuestros papeles en escenarios
incontables y todos nuestros actos ejercen algún efecto sobre el conjunto
humano –es posible que nuestros pares en el juego no logren atrapar la pelota
que les lanzamos y que siguiendo la inercia de su movimiento vaya a estrellase
contra una ventana quebrando un vidrio y creando un conflicto con el dueño de
la casa, lo que no era nuestro propósito.
Nuestras acciones, y las acciones de nuestros predecesores
han propiciado potenciales de acción que se manifiestan en relaciones y
acontecimientos inevitables y obligatorios que nos envuelven aunque no los
hayamos previsto –la roca que empujamos y soltamos en lo alto de la montaña
rueda arrolladoramente hasta que agota su ímpetu o hasta que un obstáculo mayor
la detiene, y puede causar destrucción o daños a su paso que nosotros no
consideramos cuando la removimos de su sitio de reposo.
Todo está preparado y no podemos controlar el conjunto porque somos
sólo piezas del engranaje en movimiento, ocupando nuestros sitios y realizando
nuestras pantomimas o nuestros dramas según nuestros atributos y condicionados
por las limitaciones y realizaciones de los otros.
Nuestros relatos son nuestra elección y nuestro propio
retrato. Si escogemos como asunto cotidiano la negatividad, lo triste, lo
luctuoso, lo que consideramos nuestras heridas, entonces nos empeñamos en
protagonizar nuestros papeles de héroes dudosos o de sobrevivientes
lisiados y tambaleantes. Asumimos rostros dolidos y gestos pesimistas y los
demás pueden vernos como actores patéticos queriendo impresionarlos con las
adversidades que hemos adoptado.
Si no logramos cambiar ese panorama psicológico
lúgubre, alcanzamos la cima en esos roles exagerados y podemos crear
enfermedades tan extremas como la película que hemos concebido.
Aquello a lo que más valor le damos es lo que
mantenemos presente en nuestras vidas.
Muchas situaciones de la vida que nos negamos a
asimilar son obligatorias e inevitables y nos sorprenden porque no las habíamos
previsto; sin embargo, ocurren con toda su trascendencia y su vigor, y son
siempre pasajeras, aunque no las entendamos, aunque las rechacemos
reiteradamente. Están presentes en nuestras mentes y como observadores podemos
comprenderlas y dejarlas ir, o podemos cargarlas como una rutina pesada y
desapacible. A fin de cuentas, cada actor decide si se acomoda a su papel o si
entra en pugna consigo mismo y con el libreto que le toca interpretar.
Hugo Betancur (Colombia)
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