Para
mucha gente, para la mayoría, para los importantes, para los que no lo son,
para mucha parte de la propia familia, para los vecinos e incluso para los que
llamamos amigos, somos invisibles.
Es muy penoso pero los demás no nos
ven, nosotros no nos dejamos ver o tampoco vemos. Es una especie de círculo
infinito en el que reclamamos afecto, contacto y compañía pero no hacemos nada
por cuidarlo, reclamarlo, motivarlo o abonarlo.
Hoy, mientras cuidaba la gatita de mi
vecina recién fallecida pensaba lo cerca que habíamos estado, separadas
únicamente por una pared, como si de una habitación de la casa se tratase, y
qué poco nos dedicarnos a conocernos.
Personas
que pueden ser y seguro serán fantásticas, que están a la vuelta de tu vida
diaria, que oyes su voz, sientes sus pasos y vislumbras sus movimientos pero no
conoces su vida, sus sentimientos, sus dolencias o sus bondades.
Es
algo parecido a lo que pasa con el amor. ¿Quién nos dice que el “ amor de tu
vida” no está al otro lado tuyo. Cerca, pegando, encontrándote a diario o
saludándote frecuentemente.
No sabemos nada de los “otros”; nadie sabe nada nuestro.
En
realidad, vivimos aislados. Plantas de edificios enteros donde la gente entra y
sale del ascensor y mete la llave en su puerta rápidamente, pero que no
conocemos en absoluto y que no hacemos nada porque así sea.
No sabemos si nos necesitan o si nosotros
podemos necesitarlos a ellos. Es todo como un imposible. Vivimos, pase lo que
pase, dentro de nuestra burbuja. Cerramos la puerta y echamos la llave. Allí
terminó todo para los demás y empezó todo para nosotros.
Tal
vez la soledad, la angustia, el dolor, la impotencia, los malos tratos o la
felicidad y la plenitud. De cualquier forma, placeres y sufrimientos solitarios
porque lo que si se nos da muy bien es ponernos una sonrisa al salir de casa y
saludar, brevemente, al vecino para irnos más deprisa.
Estoy
en un momento en el que quiero pararme a observar y a observarme. Se aprende
mucho del silencio y de la mirada que ve más allá de las apariencias.
Estoy
convencida de que nos perdemos muchas cosas buenas de los otros y ellos
nuestras.
Estamos
demasiado empeñados en que todo parezca perfecto, en que “no pase nada”, en que
“todo esté bien”… en definitiva, en que nadie conozca lo que nuestro corazón
sufre o las alegrías que nos impulsan a seguir.
Probemos
a fijarnos más, a tender más la mano, a mirar a los ojos mientras nos saludamos.
Seguro
que pasaremos un poco más allá del saludo rutinario y huidizo. Seguro que nos
invadirá una sensación más plena cuando el “otro” nos devuelva lo mismo.
Estamos
demasiado solos en compañía y esa es la peor de las soledades.
Sin
duda.
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