No
hay nada mejor que estar enamorado. Nunca uno es más feliz, ni perdona tanto,
ni disculpa y acepta, ni asume y lucha. Todo parece y es posible cuando el amor
brilla y ni siquiera la lluvia moja cuando cae sobre nuestro rostro porque
resbala dichosa como lágrimas llenas de dicha sobre la ilusión que nos embarga.
Todo
es perfecto en su imperfección. Todo saludable en su debilidad. Todo lleno de
grandeza en su pequeñez.
Lo
peor del amor es el vacío que siente el alma cuando parece perdido. No hay
consuelo para un corazón que añora. No hay palabra bien dicha, ni sonrisa que
no se convierta en un lamento amargo en la desesperanza.
Uno
querría volver a vivir lo que permanece en la mente como un indeleble recuerdo
nunca superado. Querría pasar de nuevo por aquellas horas repletas de lo mejor y
poder sentir, otra vez, la plenitud de apreciarse completo con que tiene al
lado. Pero el amor no es tan inocente siempre. Hace un daño infinito cuando se
aleja sin nuestro permiso y se muestra díscolo cuando, sin embargo, llega sin
avisarnos.
No
estamos preparados para el desamor. Tampoco lo estamos para el amor pero este
se cuela sin esperar colas entre los entresijos de nuestra alma enredándola sin
remedio antes de que seamos conscientes de ello. Lo peor es que el amor
alimenta mientras el desamor nos aniquila.
Cuando
amamos no medimos. No controlamos lo que de nosotros ponemos en el otro y sobre
todo dejamos de apreciar lo que entregamos a fondo perdido.
El
amor es así. Explosivo y derrochador. Arrebatador y cálido. Punzante y
abrasivo. Tóxico y venenoso.
Lo
es todo, por eso cuando parece huir más allá de nuestras posibilidades sentimos
que nos falta la vida.
Solamente
quedará siempre la satisfacción de que haber amado significa tener plantada la
semilla de la plenitud dispuesta, en cualquier momento, a brotar de nuevo. Ese
es el consuelo de cualquier amante en cualquier momento, preparado
continuamente para seguir amando.
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