A
veces creo que todos tenemos, de alguna manera, el síndrome de Diógenes. Todo
lo guardamos en la mente, por si hace falta o, por lo contario, porque sentimos
pena de los deshechos.
Cuando sufrimos es porque algo no va
bien, aunque nada tenga que ver con la realidad y el dolor se produzca
solamente en nuestra conciencia. Es lo mismo que cuando un niño llora. Siempre
he mantenido la teoría de que cuando lo hace, se encuentra molesto por algo, lo
que no quiere decir que haya que concederle todo, pero sí atender a ese
desagrado que manifiesta espontánea y abiertamente. A nosotros nos sucede lo
mismo cuando estamos viviendo situaciones que nos producen dolor.
Hay que atender al sufrimiento cuando
se hace presente y valorar lo que de fortuito tiene. No se sufre en vano nunca,
no obstante, aunque lo parezca. Siempre es por algo y ese algo, aun sin
digerir, deja sus restos. Lo peor es ir acumulándolos, unos sobre otros,
apilando sus consecuencias y sufriendo su podredumbre.
La basura mental que acumulamos puede
tener consecuencias impredecibles. Siempre está ahí, por detrás incluso de los
momentos felices, siempre destilando vapores con un hedor pestilente capaz de
diluir el bienestar, siempre necesitada de una limpieza saludable que nos
asegure nuestra salud integral.
Es difícil librarse de ella.
Posiblemente, el único método eficaz sea centrarse tanto en los empeños del
presente que no quede tiempo para que la mente vuelva a escarbar en la basura
en busca de viejos y perdidos sentimientos que solamente pueden importunar el
equilibrio emocional. Para eso, hay que tener el día a día lleno de pequeños
objetivos con una gran meta: eliminar poco a poco, lo que nos sobra para vivir
en paz.
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