Este fin de semana he estado
conversando con una mujer cuya respuesta ante los problemas que el grupo planteábamos
era siempre la misma: MENTE ABIERTA.
Efectivamente, sostenía que lo que
impedía, de verdad, ver con claridad era la falta de luz derivada de una estrechez
agónica en el pensamiento. Paredes demasiado juntas que no permitían que las
situaciones fluyesen con normalidad y sobre todo barreras que taponaban
continuamente la posibilidad de estar en armonía para resolver con éxito.
Algunos tenemos demasiados apegos,
muchas dependencias, bastantes fobias y algunos prejuicios que nos restan posibilidades
continuamente.
No se trata solamente de querer ser
valiente, de pensar en enfrentar las situaciones, en idear caminos y en suponer
estrategias. Se trata de actuar y de asumir la acción sin miedo. ¿Qué puede
pasar en el peor de los casos?...que uno se pierda en el camino, y tenga que
bordear más, pero terminará encontrando lo que buscaba por muy largo que haya
sido el recorrido alternativo.
Hay pocas cosas que de verdad nos
puedan hacer tambalear. Lo que nos asusta está en nuestra mente y en la
dimensión que va cogiendo a base de darlo vueltas.
Cuando llegan circunstancias caóticas
por todos los lados, uno siempre se encoge, se retuerce y hasta se empequeñece.
Es un proceso normal que incluso ayuda a replantearse cómo y de qué forma
estamos actuando. Pero el repliegue no debe durar excesivamente o podemos
perdernos en los laberintos del dolor. Hay que dar el tiempo justo a cada cosa.
Más, la desvirtúa. Por eso, después de estar triste, de sentirnos mal por dentro,
de ahogarnos la pena e inundarnos la angustia debemos decidir cuándo empezar a
pensar diferente. En qué momento dejaremos el victimismo y la terribilitis y
entonces, sin más comenzar a dejar que todo suceda sin agigantarlo, sin
ponderarlo y sin magnificarlo.
Eso sí, abriendo puertas y ventanas, dejando
pasar el aire, respirando profundo y lento y poniendo en nuestra mente amplia
dos palabras: Puedo y quiero.
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