El
sufrimiento casi nunca atrae compañía. La gente no quiere estar mal y ni
siquiera estar cerca del malestar. No solo nos pasa a los ciudadanos de a pie.
Políticos, reyes, personajes del mundo del cine, alta sociedad y todo tipo de
personas, sufrimos lo mismo. Es algo que no diferencia clases sociales, ni economías,
ni respeta ninguna, en general, ninguna condición.
Pareciese
que los disgustos se pegasen a la piel y que el dolor pudiese saltar de una
persona a otra con tanta facilidad que tuviese el poder de invadirnos como una
gripe.
En
esos momentos uno aprecia a las poquísimas personas que están a tu lado y
agradece, desde lo profundo del corazón, su presencia. Tal vez porque esta
compañía no es más que una moneda de cambio y dónde se instala hoy el dolor
mañana puede embargar la alegría y ser nosotros los que podamos ayudar a otros
a aliviar sus penas.
Hay
un librito muy útil de Mª Jesús Álava Reyes que seguramente muchos conoceréis,
que se titula “La inutilidad del sufrimiento” que os recomiendo leer a quien no
lo haya hecho ya, incluso quienes lo hemos leído, debemos releerlo
frecuentemente.
El
sufrimiento no tiene límites. Puede empezar por ser insignificante y a penas
rozarnos, pero también puede aliarse con el pensamiento tóxico y desmesurarse.
A veces, adoptamos una postura tan absurda, cuando sufrimos, que incluso
adoptamos el sufrimiento como huésped perpetuo de nuestra casa. Y lo peor, le
hacemos nuestro mejor amigo.
Lo
que nos duele nos sirve siempre. Aprendemos de ello en todos los sentidos. No
solo recogemos, si somos inteligentes, el mensaje del suceso, sino que también
nos da la oportunidad de reconocernos en la desgracia, de saber a dónde podemos
llegar con nuestras fuerzas y a analizar nuestra capacidad regenerativa.
Recuperar
la ilusión es un derecho que nos asiste a toda persona, pero también un deber
absoluto para seguir siendo la pieza de este gran puzle que es la humanidad del
que formamos parte.
Estoy
segura que hemos venido aquí para aprender a ser felices. En ello estamos cada
día, pero hay baches, hay piedras, hay nubes y nieblas que a veces parecen
desviarnos del camino.
Reinventarse
siempre tiene un sabor dulce al final de todo. Nos pone frente a nuestra propia
grandeza, esa que a veces ni sabemos que vive en nosotros.
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