Siempre
hemos creído que de los errores solamente debe extraerse lo bueno y esto no es,
sino el aprendizaje que dolorosamente conllevan. A veces pienso que los errores
son en realidad oportunidades de mejora. Contratiempos con los que la vida nos
pone a prueba. Medidas que nos devuelven la nuestra, pero sobre todo, ocasiones
para mejorar ante nosotros mismos.
Hay ocasiones en las que la
equivocación llama a tu puerta y aún estando seguro de no querer dejarla pasar,
abrimos una rendija y se cuela. Lo peor de dejarse llevar por las circunstancias,
cuando un error posible está a punto de cometerse, es no querer verlo o no
poder hacerlo, porque si algo es verdaderamente sencillo es equivocarnos.
Recientemente he tenido ocasión de
reflexionar sobre si evitar un dolor justifica un error. Me he respondido con
una rotunda negativa. El dolor es necesario para restablecer la serenidad y
curar heridas. No puede evitarse por mucho que queramos taparlo porque entre
otras cosas, cuando lo ocultamos tras la mentira, crece escandalosamente. Cada
vez se agranda más y lo que antes era una ligera molestia se va convirtiendo en
un insoportable y agudo sufrimiento que podría haberse evitado.
La vida experimenta con nosotros. En
realidad, todos somos un gran experimento en el cual no siempre la claridad nos
asiste, ni la voluntad nos ayuda. En ocasiones, cuando creemos tenerlo todo
podemos estar a punto de no tener nada. Por eso tenemos que cuidar de nosotros
mismos, vigilar nuestra estupidez y regalar la tontería. Que nada nos despiste
a la hora de dar la talla. Que podamos levantar la cabeza y reír ampliamente.
Que no haya nada guardado en las maletas. Que podamos mirarnos a los ojos y
solamente ver transparencia. Desde esta atalaya podremos embelesarnos con
nuestra excelencia, empaparnos de sencillez y ofrecer a los demás lo mejor
nuestro.
No hay otro secreto para ser y hacer
feliz.
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