La soledad a veces se
equivoca de boca y se refugia en cualquiera. No está demás andar amando sin que
nadie nos ponga a prueba. Hay que preguntar dónde están los besos que no llegan
a ninguna parte. Dónde quedan las ilusiones que uno siembra en el corazón del
otro. Dónde las esperanzas que caen en paracaídas desde la emoción perdida.
Es importante volar para saber que uno tiene los pies en la
tierra, y soñar para sentir que se vive la vida despierta. Es prioritario
equivocarse, cuando se ama, alguna vez. Hay que rozar lo inconveniente, lo que
no tiene sentido, lo contrario y lo prohibido. Hay que ser imprudente, atrevido
y un tanto loco. Después se sabe bien donde quedamos ubicados. Hay que
descolocarse para centrarse.
Los besos que no llegan a ninguna parte también tienen su
lugar. Esa palabra que nos deja huella, la sonrisa que anuncia el desastre con blancos
dientes reluciendo sobre nuestro fracaso, la espalda vuelta anunciando el adiós.
Que contrariedad la mirada vacía que no se olvida y el amor entregado a fondo
perdido sin dejarlo en cuenta sin interés.
Dónde quedan los futuros inventados hechos realidad en
momentos de ensueño, dónde los proyectos derruidos y tantos guiños y gestos
cómplices que se esconden en el olvido de otro.
Equivocados, contrariados, vacíos, sin rumbo, hastiados,
descolocados o borrados para la otra
persona tenemos una obligación con nuestro corazón: guardar el amor que nos
quede como semilla que volverá a germinar en el fondo de otra mirada y destilar
de la decepción, la mejor esencia para entregar a quien nos corresponda con la
misma vehemencia que nosotros depositamos en las dulces líneas de una nueva
sonrisa.
Nadie tiene que sufrir culpas ajenas. Ni siquiera nosotros.
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