Nada,
absolutamente nada, es tan elevado, resistente y poderoso como el muro que
establece la mente cuando no quiere entender, cuando se ciega en los locos
razonamientos que se rumian así mismos.
Es
tan estúpida, cuando está cegada en sí misma, que incluso es capaz de ir contra
sí misma.
Todo
por nada y para nada. De esta forma se producen las aberraciones más terribles.
La mente se encierra en sí, se devora una y otra vez y regurgita veneno que la
propia persona ingiere. El resultado es el caos.
Mantener
la mente a raya no es fácil. Dictarle el camino implica salirse de ella y poder
observar las piedras en las que tropieza. Supone, entrar en el silencio y verlo
todo con perspectiva.
El
desapego es difícil para personas que fijamos nuestra seguridad en la figura de
otros. Pareciera que sin estos anclajes no tuviésemos puntos de referencia. Es
como si transitásemos por un camino de montaña en plena noche y con niebla. El
mundo se estrecha, se hace pequeño y deja un estrangulado pasaje para seguir
adelante.
Nuestro
peor enemigo se aloja dentro de nosotros mismos. Y lo cierto es que siempre
desplazamos las responsabilidades fuera. Lejos. Que no nos rocen por si tenemos
que emplear el compromiso y hacernos cargo de las consecuencias.
Si
nos identificamos con nuestra mente siempre nos pareceremos víctimas. A cada instante creeremos que todo está en
nuestra contra y que existe una conspiración general que nos deja en un estado
de absoluta indefensión.
Todo
por no parar. Por no quedarnos callados y dejar que los sucesos, las imágenes y
las sensaciones pasen delante como en un desfile de modelos. Enseñándonos sus
mejores galas y observando los defectos ocultos que tratan de enmascararse con
brillos y galas.
Si
tu mente es como la muralla china procura saltar al otro lado y obsérvala desde
allí. Tal vez veas otra cara del mismo rostro y concluyas que hay que recolocar
los bloques que elevan este muro para abrir puertas y ventanas en él.
Deja
pasar el aire. Respira.
Todo
está bien; aún estando mal.
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