A
veces uno tiene la impresión de estar oyendo solamente, ecos de caracola. Es
como si nuestra vida estuviese en un bucle y en ese círculo continuo oyésemos
aquello que queremos oír pero a lo lejos, muy lejos.
En
ocasiones te ayudan a escuchar; otras eres tú mismo el que escribes la
sinfonía. Nota a nota, compás a compás. Colocas la clave y determinas el ritmo.
Y lo escuchas, una y otra vez, enamorado de tu creación y sin darte cuenta que
es una obra tuya que nadie oye.
Me
gusta ser realista. Me gusta soñar pero a puñaditos, salpicando la realidad con
gotas de esperanza. Diminutas, transparentes, capaces de reflejar lo que ven a
su paso y dispuestas a refrescar cada añoranza perdida entre recuerdos y
glorias.
Todos
hemos puesto, alguna vez, una caracola en nuestro oído. Todos hemos escuchado
multitud de sonidos que nos acercaban al movimiento delicioso del agua batiente
contra la arena y con ello, hemos imaginado multitud de cuentos y mágicos
sucesos en los que estaban implicadas sirenas, dragones y piratas que siempre
nos invitaban a participar.
Una
caracola era una caja de sorpresas, una puerta de entrada en otra dimensión, la
primera página de una nueva historia por vivir que se hacía posible gracias a
la conexión entre lo que oímos y nos imaginábamos.
Entonces,
con ella pegada a nuestra cara, recuperábamos la capacidad de soñar.
Busca
una caracola y con mayor empeño si estás lejos del mar.
Acércala
a tu oído.
Cierra
los ojos.
Escucha.
Sueña.
Hazlo
a menudo.
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