Desde
que nacemos estamos despidiéndonos de algo. Cuando somos bebés nos despedimos
de nuestro propio cuerpo neonato, de la incapacidad plena de nuestros recién estrenados
sentidos, de nuestros movimientos imprecisos y de la ausencia del lenguaje.
Crecer
entonces, en esos momentos, significa aumentar, sumar y avanzar. Los cambios
que nos esperan nos despiden de lo que “aun no es”, para dirigirnos hacia lo
que ”será mejor”.
Cuando
llegamos a este mundo, nos esperan, nos saludan y hacen un hueco para nosotros.
Ese especio y ese tiempo que comenzamos se van llenando de personas, objetos,
emociones y logros de los que, apenas sin ser conscientes, vamos perdiendo. La
pérdida es siempre cambio, transformación y diferencia.
Toda
la rebeldía que nos acompaña, en muchas etapas
de la vida, es solo resistencia a la pérdida.
Estamos
apegados a lo que nos gusta, a lo que nos es conocido y frecuente, a las
rutinas e incluso hasta aquello que no
nos agrada tanto. Apegados a la comodidad de creer saber qué va a suceder;
acostumbrados a esa falsa seguridad de
creer poseer lo que solo tenemos prestado.
Hay
que aprender a despedirse absolutamente de todo porque todo se despedirá de
nosotros. No queremos admitirlo, parece que no moriremos nunca, que la familia
estará siempre, que los amigos serán los mismos, que todo estará en su sitio…
hay una falsa sensación de permanencia cuando en realidad todo es impermanente.
Aprender
a despedirse es ganarnos un poco más a nosotros mismos. Es alejar lentamente
las expectativas inciertas para instalarnos en el presente certero.
No
es necesario que nos desposeamos de todo pero sí que nada nos posea.
Porque
las despedidas existen y porque nos tendremos que despedir de todo y todos es
por lo que no debemos forzar nunca los caminos de los demás. Ni siquiera el de nuestros
hijos, con los que de alguna forma creemos que nos asiste un derecho. No lo
hay. Cada uno transitamos solos en caminos solitarios. Con personas al lado,
con la dulce sensación de estar acompañados pero sabiendo que el trayecto es
solo nuestro y de nadie más.
Despedirse
es en realidad saludar de nuevo. Nunca un adiós se queda vacío porque el
corazón siempre está dispuesto a decir “hola” a lo que llega, aunque esa
parezca la despedida final.
No
lo es.
Nunca
hay un final.
Así es. Decir adiós debería ser una alegría pues indica que los caminos siguen ahí esperando ser andados. Muchos niños sufren abandono y eso les impide saborear el adiós porque lo asocian al dolor, a la falta de cuidados, y a tanto sufrimiento. El camino del desapego pasa por un previo aprendizaje desde el amor, la protección, una necesisad nutricia y afectiva satisfecha ... y tantas cosas vinculadas al crecimiento sano del niño. Ya de pequeñitos escuchábamos canciones de desamor, películas de dolor y separación..., ya siendo pequeños nos hemos enganchado tanto al amor dependiente que la palabra adiós ha generado vacíos tan grandes como el verdadero Amor. El adiós es una puerta abierta, nunca una despedida. Quizás sea una palabra dolorosa etimológicamente dolorosa A-DIOS es decir, no hay soledad mayor. Sustituir esa palabra por un hasta luego... dando temporalidad a la ausencia...eso es más bonito, mas certero. Muchos besos Flor y Nata
ResponderEliminarExcelente resumen Xara sobre el contenido de esta reflexión. Efectivamente, el desapego natural proviene del sano amor; de la comprensión, de la compasión. Tiene mala fama el "adiós" porque parece que tras de si hay una losa; algo que finaliza cerrando puertas. Lo que ya no tiene retorno.
ResponderEliminarNos quedaremos con otro término, pero lo más importante, con otra actitud. Crecer es aprender a despedirse pero también aprender a estar abiertos a lo que llegue aceptando lo que venga. No resignadamente, sino compasiva y bondadosamente.
Muchos besos y gracias por tu presencia.*