Era un perro callejero.
Le gustaba curiosear todos los rincones e ir de aquí para allá.
Siempre había sido un vagabundo y disfrutaba mucho con su forma de vida. Pero
en una ocasión penetró en un palacio cuyas paredes estaban recubiertas de
espejos.
El perro entró corriendo en una de sus acristaladas estancias y
al instante vio que innumerables perros corrían hacia él en dirección opuesta a
la suya. Aterrado, se volvió hacia la derecha para tratar de huir, pero
entonces comprobó que también había gran número de perros en esa dirección. Se
volvió hacia la izquierda y comenzó a ladrar despavorido.
Decenas de perros, por la izquierda, le ladraban amenazantes.
Sintió que estaba rodeado de furiosos perros y que no tenía escapatoria. Miró
en todas las direcciones y en todas contempló perros enemigos que no dejaban de
ladrarle.
En ese momento el terror paralizó su corazón y murió víctima de
la angustia.
La percepción errónea conduce a la muerte espiritual. En
ocasiones, nosotros mismos somos nuestros grandes enemigos, los que más
ladramos, arengamos y juzgamos a la persona que somos.
¡Cuidado de no morderte a ti mismo!
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