El llanto
más triste es el que no tiene sonido. El que deja rodar las lágrimas sin
escapar palabras, ni letras, ni se acompaña con gestos que lo definan. No hay
nada que añadir a ese llanto. Nada que decir, nada que consolar.
Cuando uno
llora de esa forma solamente quiere dejar salir todo lo que siente, todo lo que
es, todo lo que fue y lo que no será.
Se llora
para uno mismo desde uno mismo. Cada uno llora por sí porque en realidad todos
estamos solos, tremendamente solos cuando sufrimos.
El dolor
asusta a los demás. Es como si no supiésemos cómo intervenir, parece que quema,
que fija un cerco en torno al que sufre en el que nadie puede entrar. Y así es.
Cada uno debe vivir su dolor plenamente, sin miedo y abrazándole en toda su
plenitud.
Sólo del
dolor se aprende. La alegría no enseña, solamente amplía la zona y el tiempo de
gozo pero no es un vehículo para conocernos más y mejor.
En muchas ocasiones
recuerdo el mensaje del libro “El Caballero de la armadura oxidada”. Únicamente
las lágrimas pudieron con el herraje oxidado de su indumentaria de hierro. El
sufrimiento que nacía de la comprensión fue lo que hizo surgir el milagro. A
solas consigo mismo, en cada habitación del castillo logró encontrar la salida
que le negaban a los sentidos; y es que no son los sentidos quienes abren
puertas, sino el alma cuando se manifiesta en la absoluta comprensión y
compasión con lo que nos sucede y somos.
Negar la
tristeza u ocultar el llanto no sirve de nada. Se trata de trascender el dolor
pasando por él.
Cuando de
verdad se atraviesa se va dejando atrás, pero después de haber cumplido su
misión: Una mente más clara, un ego más difuso, un corazón más compasivo y una
intención más generosa.
Llorar es
regar la rosa del alma para que todo esto suceda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario