Estoy
en contra de las críticas. Es cierto que sin querer caemos en ellas, pero que
sea lo menos posible y cada vez menos.
Cada
uno vive como puede. Casi nunca conocemos las circunstancias del otro, ni lo
que vive dentro de sus paredes, ni en lo más amargo de su corazón.
Todos
queremos ser felices y buscando esa felicidad cometemos errores, nos caemos,
pasamos por el lodo, subimos al cielo o bajamos al infierno.
De todo se aprende o al menos, se logra
distinguir lo que nos apasiona de aquello que repelemos. Pero eso es con el
tiempo. Nadie lo logra de forma inmediata y en ese camino que hay entre una
cosa y otra, hacemos cosas que pueden no gustar a los demás o que no son
entendidas, a veces ni por uno mismo.
Tenemos
una sensación, cada vez más a flor de piel,
de que hay que vivir, de disfrutar el instante, de bebernos las alegrías
y de propiciar todo lo bueno que nos pueda llegar.
Cada
uno sabe su historia y sólo él la sabe. Los demás podemos opinar, simplemente y
siempre de forma parcial porque no tenemos la visión completa de lo que vemos.
La
vida de cada uno está plagada de sinsabores, de miedos, de angustias, de
fracasos o desengaños. La vida de cada uno, es una historia única cuya mayor
parte está velada para los demás. De ahí
el pensamiento de “ponernos en los zapatos del otro antes de juzgar”…pero
solemos ser jueces muy severos que condenamos con mucha rapidez.
Nadie
sabe, nadie, lo que los demás sufren.
Por
eso, se me ocurre que el único papel digno de ser jugado es el de la comprensión
y la compasión. Creamos saber o no toda la historia de la otra persona; seguro
que hay mucho más que no conocemos que explica lo que nos falta.
Apuesto
por la compasión. Esa si es segura.
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