La
tristeza es un sentimiento profundo que surge cuando se da la vuelta la
alegría.
Toda
emoción contiene su contrario. Sentir nos gusta. Somos sensitivos. Queremos
oler, tocar, degustar, ver… e incluso traspasar los límites en ello.
No
es malo embriagarse de emociones, pasiones y afectos. Lo verdaderamente
complicado y doloroso es cuando esos sentimientos nos afectan hasta
desequilibrarnos. Por exceso o por defecto.
Si
polarizamos la emoción por arriba, nos separamos del medio. Idealizamos al
objeto de deseo, queremos perpetuar lo que sentimos, lo damos todo por
conseguirlo y nos superamos a nosotros mismos por mantenerlo nuestro.
Si
lo hacemos por abajo, caemos en la depresión, en la soledad afectiva, en la
desesperación y en la angustia. Ésta última es la única en la que no podemos
mentir. En el resto de los sentimientos, incluso nos engañamos a nosotros mismos muchas
veces.
Nos
retorcemos dentro de la locura por mantener una imagen, por retener una persona,
por sobrevivir a una ilusión.
Para
ello, muchas veces, mentimos, ocultamos, componemos, novelamos, teatralizamos…y
mil cosas que nos alejan de nosotros mismos y de la verdad.
La
tristeza tiene matices. Hay tristezas de distintas texturas y grosores. Hay
tristezas claras y oscuras. Tristezas que arañan y otras que acarician. Hay muchas
tristezas en una misma. Porque cuando uno la siente, la vive desde diferentes
ángulos a cada instante que pasa.
Nuestro
cerebro siempre trabaja a nuestro favor y cuando el nivel de tristeza invade el
alma hasta el punto de ahogarla en la desesperación, entonces la cambia de
forma, de tamaño e incluso de modo. Y la suaviza o la destruye.
En
la propia tristeza está su antídoto. Sin notarlo, ella misma se transforma
cuanto más se deforma.
No
temas si estás triste.
Cambiará.
Cambiarás.
Porque
en realidad, al fin, todo pasa.
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