Crecer
significa complicarse. Lo creo sin duda. La vida de niño es muy sencilla y no
porque en ella se nos resuelvan las
necesidades básicas; nosotros, en general, también las tenemos cubiertas ahora,
sino porque en la infancia los ojos que miran la existencia son simples y no
elucubran nada más allá de lo que ven.
Sin
embargo, es cierto que los niños están llenos de fantasía, pero no de
paranoias. En todo ven posibilidades y no dificultades. Se divierten con nada y
de cualquier cosa pueden hacer otra muy distinta que les llene el solo momento
que consideran, que es el presente.
Ir
creciendo es ir abrazando temores, miedos e inseguridades. Los niños no temen a
no ser que ya hayan sufrido el mal sobre sí mismos. No “imaginan” el dolor e
incluso si lo sufren, vuelven a confiar en sus posibilidades y a remotar sus
debilidades.
Solamente
si alguien, alguna persona de valor o con autoridad para ellos, ridiculiza sus
actuaciones, es cuando se les inyecta el virus de la duda y por tanto
construyen su personalidad a imagen y semejanza de lo que se les reprime.
Cuando
vamos creciendo, ese presente continuo que se vive en la infancia se convierte
en futuro temeroso o en pasado denso. Es como si nuestra biografía pesase sobre
nuestras espaldas.
Los
niños se reinventan continuamente. Se caen y se levantan. Terminan y vuelven a
empezar. Destruyen y construyen sobre lo derruido. Esa es la actitud.
Podíamos
fijarnos en ellos, en el comienzo de la vida cuando aún no hemos aprendido a sentirnos
mal. Podíamos repasar su forma de comenzar el día, su dinamismo, su alegría y
sus tristezas también; siempre cortas y pasajeras.
Crecer
debería significar aprender más, saber hacerlo mejor, conseguir seguridad,
estimarnos en nuestras virtudes y practicar la felicidad. Pero para eso habría
que desaprender todo lo que vamos acumulando y que toxifica nuestra estima en
vez de aumentarla.
Hay
que volver a ser niños. A emocionarnos con lo sencillo, A pretender lo simple.
A conformarnos con el instante y a saber levantarnos como si la herida de la
rodilla que acabáramos de hacernos, no doliese más allá del orgullo de ser y
parecer fuertes.
Me
siento niña muchas veces y me encanta ser así. Lo único que me gustaría es
practicar la niñez más tiempo al día.
Sin
duda sería mucho más feliz.
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