Solemos creer que el de enfrente, el de al lado, los vecinos, cualquiera
tiene un destino mejor que nosotros.
Hoy llegamos con una propuesta: revisar aquello que envidiamos en otros y
concluir después, que la suerte de cada uno lleva aparejada su premio y su
castigo.
Es un poco largo pero muy interesante.
Veamos.
…”Un cantero muy hábil vivía al pie de una
montaña. Poseía el don de elegir los mejores bloques de la cantera, de
extraerlos en un abrir y cerrar de ojos, de tallarlos con destreza. El dominio
de su arte le proporcionó una buena reputación, que se divulgó hasta la cabeza
de partido. Un rico comerciante le hizo venir para encargarle unos peldaños de
arenisca rosada con el fin de reemplazar su vieja escalera de madera carcomida.
Durante su trabajo, el cantero pudo contemplar con toda tranquilidad la
espléndida vivienda del burgués, sus muebles de madera preciosa, sus copiosos manjares,
sus numerosos sirvientes, su mujer y su concubina acicalados con sus vestidos
de seda.
Cuando
el artesano regresó a su casa, el contraste fue tan sobrecogedor que le embargó
la nostalgia. Pese a su talento, se extenuaba para lograr paneas alimentar a su
numerosa descendencia. Estaba condenado a vivir en una casa en ruinas, estrecha
y llena de humo, a comer gachas de arroz en compañía de su mujer mal vestida,
en medio de su ruidosa chiquillería. ¡Jamás llegaría a tener la vida del
burgués!
|
A
la mañana siguiente, el cantero partió hacia la montaña.
Sin ánimo para
trabajar, abandonó el sendero que conducía a la cantera y tomó el que subía
hacia la cabaña de bambú de un taoísta. El viejo anacoreta, del que se decía
que era inmortal y mago, le sirvió una tisana agridulce y le preguntó qué
tormento le había conducido hasta su humilde retiro. El artesano le contó su
visita a la casa del burgués y finalmente se lamentó de su suerte.
-Quien ha percibido la ilusión de este mundo cambiante –contestó el sabio-, quien se ha abierto al Tao, no querría cambiar su choza por un palacio. Pero ¿cómo renunciar a lo que no se conoce?
Y
el anciano esbozó con su mano una especie de ideograma, murmurando a la vez
unas palabras impenetrables.
El
cantero se encontró de pronto ocupando el lugar del rico comerciante, en su
suntuosa casa ¡ornada con una nueva escalera de arenisca rosada! No se planteó
ya pregunta alguna y se apresuró a disfrutar al máximo de esa vida opulenta y
delicada.
Unos
días después, mientras vagaba por la calle principal del lugar, el cantero vio
que la multitud se apartaba para dejar paso a un cortejo. Era el prefecto en
viaje de inspección, confortablemente instalado en un palanquín dorado, rodeado
de sus lacayos y de sus guardias rutilantes. Totalmente boquiabierto, el hombre
de las montañas se paró en medio del paso para contemplar el espectáculo,
deteniendo de este modo la procesión. Los guardias se abalanzaron sobre él y
presentaron al mandarín al desgraciado que había tenido la desfachatez de detener
su palanquín. El dignatario, furibundo, lo condenó a recibir cien bastonazos y
a pagar cien taeles de plata. ¡No se ultraja impunemente al representante del
Hijo del Cielo!
Nuestro
cantero lamentó no haber preferido desear ser prefecto… ¡y de inmediato se
encontró en el palanquín dorado!
Cuando
el cantero descubrió el palacio del mandarín, no daba crédito a sus ojos.
Maderas lacadas, estatuillas de jade y de marfil, manjares refinados,
seductoras concubinas con delicados vestidos de satén; tanto lujo hacía que la
cabeza le diera vueltas. En el colmo de la felicidad, pensó que había llegado
al reino de los Inmortales.
Pero
nuestro dignatario, que carecía de la experiencia de su predecesor, fue un buen
día convocado a la Ciudad prohibida, donde se le comunicó que Su Alteza
Imperial, a la vista de las numerosas quejas contra su persona, lo destituía de
sus funciones y lo enviaba a combatir contra los bárbaros del norte.
Nuestro
cantero lamentó no ser emperador. De ese modo, al menos, no tendría que rendir
cuentas a nadie, y sería el dueño del mundo. Disfrutaría además del palacio más
grandioso que ojos mortales pudiesen contemplar.
Y
por el poder del taoísta de la montaña, el cantero se encontró sentado sobre el
trono imperial.
Pero
el nuevo emperador, al no entender gran cosa de la jerga diplomática ni del
estereotipado lenguaje político, dejó que sus ministros gobernaran en su lugar.
Prefirió hacer tareas de jardinería en los jardines deliciosamente diseñados de
la Ciudad prohibida y apoltronarse en los acogedores divanes del gineceo. Con
su inocencia, el cantero había puesto en práctica, sin saberlo, el precepto de
Lao Tse: Por la virtud del no-obrar se mantiene el orden natural.
Pero
un Hijo del Cielo no se improvisa impunemente, y sin duda éste desatendió algún
rito ancestral que mantenía la armonía entre el Cielo y la Tierra. Una terrible
sequía se abatió sobre el Imperio del Medio. Los cursos de agua y los estanques
se secaron, los manantiales y los pozos se agotaron. Incluso a la sombra de los
muros del jardín de la Ciudad prohibida, el calor canicular hizo estragos. Bajo
el sol de plomo, las peonías, las rosas, las orquídeas, los bambúes y los
bosquecillos enanos murieron de sed entre las manos enternecidas del emperador.
El soberano más poderoso del mundo comprendió que el astro solar era superior a
él. Y el cantero lamentó profundamente no reinar en el cielo en su lugar.
Desde
su lejana montaña, el viejo taoísta captó de inmediato su pensamiento, pues, de
repente, el insaciable cantero se encontró pavoneándose sobre la bóveda
celeste. Desde ahí podía imponer su poder en toda la superficie de la Tierra,
acariciar y hacer cantar la diversidad de paisajes, de cosas y de seres. Y
admirar sin cesar su obra renovada. Hasta el día en que las nubes regresaron.
Al principio se quedó tuerto, después, totalmente ciego. Ya no podía disfrutar
del espectáculo que creaba. Sintió rabia. La nube, ese vapor inconsistente,
era, pues, más poderosa que él, hoguera ardiente. Lamentó no estar en su lugar.
El
sabio de la montaña ejecutó su pequeño truco, y nuestro cantero se encontró
convertido en nube. Durante algún tiempo le hizo la burla al sol, lanzándole al
desgaire su pantalla de humo. Pero pronto fue arrastrado por una corriente de
aire taciturno que lo zarandeó en las seis direcciones, lo deshilachó, lo
desgarró. Estaba sin fuerzas a merced del viento. Había encontrado a su amo,
sin duda el más poderoso, el más huidizo del universo. Lamentó no haber pensado
antes en ello.
Por
el poder del viejo sabio, el cantero fue soplo de viento. Cobró velocidad,
vigor, se transformó en un temible huracán. Se divertía derribando árboles,
aventando tejados, desplomando muros. Una alta montaña lo detuvo. Se ensañó con
ella, trató de sacudirla, de arrancarla, de escalarla. Todo fue inútil. Se
quedó sin aliento. Había encontrado, por tanto, algo más fuerte que él. Deseó
ser montaña.
Y
por la magia del Tao, el cantero fue un pico altivo, coronado de nubes. Era
inamovible e insensible a la nieve y a los rayos de sol. Pensaba haber alcanzado
la felicidad suprema de un Inmortal. Pero pestañeó, manifestando una pequeña
molestia. ¡Le picaba un dedo del pie y no podía rascarse! ¡Qué exasperante
resultaba! ¡Insoportable, incluso! Finalmente, a través de una brecha en la
bruma divisó a un ser humano minúsculo, un miserable mortal, que llevaba un
mazo en la mano. ¡Era un humilde cantero, un ser insignificante, quien le comía
la moral! No había, por tanto, nada más poderoso en el mundo que ese pobre
individuo…
Y
tras el viaje mágico que el sabio le hizo hacer, el cantero se encontró de
nuevo en su cantera, al pie de la montaña. Admiró el paisaje como si sus
piernas nunca le hubiesen llevado hasta este lugar. Luego se puso manos a la
obra, cantando a voz en grito. Al anochecer regresó a su casa, besó complacido
a su mujer y a sus hijos, que le parecieron más hermosos y más auténticos que
los cortesanos. Y nunca más se quejó de su suerte.”
***
No
busques la felicidad en el vergel de tu vecino. Cava más bien en el interior de
tu jardín.
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