No
hace falta que sea Navidad para tener ilusiones, ni para que vengan envueltas en
papel de regalo.
Estas
fechas, dicen los que se quieren desentender de ellas, que son de los más
pequeños. Es como si a base de no tener ilusiones nos molestase tener que poner
cara de felicidad por ser los días que son.
Muchas
veces, desviamos la atención de lo que nos importa por centrarla en lo que nos
atrapa.
Hay
que tener cuidado que las ilusiones que nos llegan no sean como burbujas de
champan. Espumosas, redondas y vacías.
Capaces de subir mucho pero sin
dirección; posibilitadas de salpicar todo sin control pero en definitiva, efímeras
y breves en su explosión.
La
vida te enseña a valorar qué es lo
importante y cuál lo accesorio. Si realmente merece la pena dar un paso al
frente o es mejor quedarse donde se está sin por ello acomodarnos a lo que no
gusta.
Son
momentos, estos, en los que la ilusión
está en venta.
Lo
mejor es descubrir que no se esconde en una caja de regalo, ni tras el
escaparate mejor decorado. Lo mágico es percibir los destellos de nuestros
sueños en lo que tenemos, en lo cercano, en las pequeñas cosas que se viven de
forma sencilla.
Puede
que las Navidades sean, sobre todo para los niños; puede también que activen el
niño que llevamos dentro y que a partir de ellas veamos el mundo con otros ojos
aunque sea por unos días.
Llega
un tiempo diferente.
Posiblemente
no te guste.
No
pasa nada.
También
pasará.
Lo
que no debe pasar es la disposición de nuestra actitud hacia la ilusión; por lo
que sea, grande o pequeño, visible o invisible, real o imaginario.
Mantengo
la ilusión.
La
dirección de dónde deba posarse,
seguramente no será cosa mía pero estaré alerta para disfrutarlo todo.
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