De todas las cualidades necesarias para caminar con seguridad y serenidad de espíritu por la vida, hay una imprescindible: la resilencia. Se trata de resistir las dificultades, de tolerar la frustración, de soportar los imprevistos y de poner en paz el alma cuando las cosas no salen como deseamos. La reacción natural es la rabia, el desasosiego y esas imperiosas ganas de romper nuestra ira contra el primero que se nos ponga delante. Nada vamos a conseguir con ello, ni siquiera lo que comúnmente llamamos desahogarnos, porque la violencia, aunque sea mental, nos dispone para recibir y reaccionar con más dosis de violencia en la que nunca logramos nada más que empeorar las cosas. Parece difícil calmarnos. Es complicado, tal vez, al principio adoptar una postura serena, pero es sin duda, lo más eficaz tanto para nuestro equilibrio, como para el de los demás.
Las dificultades no pueden combatirse con rebeldía. No es el antídoto necesario. Deben enfrentarse con calma, con la mente despejada y el espíritu sereno. Hay que buscar soluciones y ese ejercicio nunca se resuelve con éxito cuando el cerebro está enmarañado con la ira. Encontrar las salidas a un momento difícil, soportar el dolor en una circunstancia que nos pilla de sorpresa o enmendar una situación caótica requiere disponer todos los recursos mentales a favor del hallazgo de una salida. Y si estamos serenos, ésta llega. Porque siempre hemos de pensar que de una forma u otra, todo se resuelve y que lo que nos parece el límite de nuestras posibilidades no es, sino un nuevo reto con el que medir nuestras fuerzas. Siempre se puede más. Siempre nos demostramos a nosotros mismos que el camino no ha terminado y que al otro lado de la orilla nos esperan nuevas fuerzas para seguir adelante.
Pongamos en práctica la calma. Ejercitemos la serenidad…aun cuando todo parezca caer a nuestro alrededor. Si lo hacemos así, sólo nosotros estaremos en disposición de comenzar a reconstruir lo que parece perdido.
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