Ser honestos es una obligada actitud en el comportamiento diario que debemos cuidar. Sinceros con los demás, para salvar las relaciones de los abismos de la mentira, la envidia o el rencor. Francos, sobre todo, con nosotros mismos para evitar el autoengaño. Muchas veces preferimos vivir engañados que enfrentarnos a la verdad. La realidad, es dura en muchas ocasiones, y buscamos refugios mentales o reales para poder soportarla. Lo peor es que estos amparos, que pueden ir desde la droga a una relación de dependencia tóxica y demoledora, nunca nos cobijan como debieran y se vuelven, muy pronto, en enemigos silenciosos que acaban por destruirnos. Por este motivo debemos tener una conversación a solas con nosotros mismos. Un diálogo eficaz donde nada quede oculto y donde pongamos al descubierto nuestros miedos más íntimos. Porque si necesitamos de apoyos y muletas, para llevar nuestras cargas, es debido al temor que nos provoca navegar en solitario por las aguas turbulentas del futuro.
No hay otro camino más que pedir ayuda a nuestro dios interior. Invocar sinceramente su protección y solicitar que lleguen hasta nosotros las herramientas necesarias para salir adelante con la fuerza suficiente como para no depender de nada ni de nadie, en el papel protagonista de la historia que nos ha tocado vivir.
La sinceridad es la única vía para descubrirnos. Conocer nuestras debilidades, revelar las conductas erróneas que hemos seguido y poner de manifiesto los puntos negros de nuestra forma de ser nos dispondrán en el perfecto estado para poder enmendarlos. Franqueza que debe regir todas nuestras acciones y que por consecuencia se extenderá a los demás como el mejor de los ejemplos.
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