Cuando uno ama mucho, odia más. Son caras de la misma moneda, se ha dicho siempre. No es posible amar hasta el extremo y seguir deseando lo mejor a lo que se aleja de ti. Somos humanos y eso hace que la postura ideal de continuar estirando un sentimiento estallado de pasiones, bondades y entregas, se haga imposible.
Admiro a las parejas que dicen “quedar bien”. O tal vez pienso que nunca llegaron a quererse hasta los huesos. Nadie puede negar que toda relación alguien ama más y lo hace mejor. Esto impide ese equilibrio pretendido que se dice conseguir, en la mayoría de las ocasiones.
Hay un salto inmenso entre querer tanto a alguien y perderlo. Existe un punto de inflexión donde algo se rompe. Un proceso de deterioro. Un periodo de no saber “qué pasa” pero tener claro que pasa mucho sin decirlo. Eso es lo peor. No hablar. Dejar pasar, cada vez más, lo que incomoda, lo que nos hace sentir mal, lo que ha dejado de emocionarnos.
Lo vamos sufriendo en silencio. Lo escondemos incluso ante nosotros mismos y cuando nos damos cuenta ya no hay vuelta atrás. Todo está perdido. El jarrón se rompió y sus pedazos no pueden unirse.
Donde hubo tanto amor, ponemos tanta indiferencia, que aún es peor que el odio. Este último, al menos, es también es un sentimiento y fuerte.
No demos nada por sabido. No creamos que todo sigue igual de bien. No apostemos por el “siempre” sin tener nada más que el “ahora”; eso sí, haz de ese tiempo presente un examen continuo de la honestidad con la que revistes tus sentimientos. Que lo que quede, sea más fácil de mantener pero sobre todo más digno y coherente.
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