Siempre
estamos en la orilla que más bulle. En las risas de la vida, en lo bonitos del
despertar, en la prisa con ganas, en las comidas rápidas pero con aliciente, en
los sueños hechos realidad con los muchos pocos que podemos, en el aire fresco
que envuelve nuestras tristezas, en lo bueno y lo malo del día a día de cada
día.
Ahora,
desde el lado contrario de la orilla miramos todo eso con añoranza; todo cobra
otro color y los deseos se posicionan, simplemente, en volver a lo mismo.
Es
curioso como antes, lo que no apreciábamos en absoluto se convierte ahora en lo
mejor que anhelamos.
La
vida siempre tiene la última palabra. Uno se empeña en apegarse a todo.
Relaciones, casas, coches, ropas, formas de vida…y nos parece que sin ello no
podemos continuar.
Nos
llevamos todo por delante a nuestro paso frenético y díscolo. Elevamos a categoría
de excepcional lo que es prescindible y padecemos hasta el infinito por aquello
de lo que hacemos un problema, en realidad inexistente. Pero llega la justa
balanza de la vida y equilibra sus platillos.
Aquello
sin lo que no podías pasar, descubres que no tenía importancia. Lo que era para
ti necesario se hace excusable. La persona más querida se pierde en la lejanía
aunque no en el corazón. Todo se convierte en nada con una sola decisión de la
naturaleza.
Aplaquemos
nuestro orgullo, las ansias de poder y la estúpida frialdad con la que miramos
y rechazamos lo diferente. La ambición innecesaria. La prepotencia siempre
injustificada y esa forma de darnos la vuelta ante los problemas de los más
débiles porque la vida, en un segundo, es capaz de demostrarnos nuestra propia
nimiedad.
Volveremos
a la normalidad, pero todo esto tiene que servir de algo, tiene que mejorarnos de
alguna forma…de otro modo estaremos condenados a repetirlo.
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