Las
relaciones comienzan con una explosión de todo tipo de sentimientos. Nos
encontramos descolocados, nos metemos en el otro, hacemos piruetas para que se
fijen en nosotros y nos creemos los mejores cuando obtenemos respuesta.
En esos casos, no somos nosotros; sino otros
que representamos un papel, que lo vivimos como propio y que hasta adaptamos a
la forma nueva por agradar a la otra persona.
El
tiempo lo pone todo en su sitio y los ropajes de magnánimos reyes los vamos cambiando por nuestros
vestidos de andar por casa.
Las
relaciones, es decir, cualquier relación humana, tienen un punto de dificultad
que conllevan intrínsecamente.
Es
la continua oposición de un ego contra el otro. Parece que los egos se borran en un principio.
Estamos seguros que la otra parte es como nosotros mismos y que además de
complementar nuestros anhelos, deseos y necesidades, nos enriquece y empondera.
Pero también estamos llenos de nuestros hábitos, nuestras formas de pensar, de
nuestro comportamiento longevo y tantas y tantas maneras de afirmarnos frente
al otro en vez de colocarnos a su lado.
Somos
felices cuando volamos libres, con todo lo que nos gusta como compañía. Si nos
cortan las alas en algún momento, el vuelo desciende y ese cielo que surcábamos
henchidos de plena satisfacción se convierte en un choque contra el suelo en el
que comenzamos a morder el polvo.
Ese
es el verdadero punto de inflexión en las relaciones. El tránsito de la
película primera, de alcanzar el trofeo y pasearse por la alfombra roja al
descenso a tierra donde la realidad, en muchas ocasiones nos deja desnudos a
base de habernos arropado tanto.
A
pesar de todo, venimos a experimentar. Si en ese rato que es la existencia
logramos amar y ser felices, aunque sea por periodos de tiempo muy definidos, habremos
cumplido nuestra misión.
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