Gran
parte de la vida es invisible. Pasa delante de nosotros sin ser visto. Pasa
delante de los demás sin que lo vean.
Muchas
de las sensaciones que tenemos nunca llegan a salir de nosotros, ni
pensamientos que quedan silenciados por no herir al otro o por no convenir en
la circunstancia.
Mucho
de nuestro sentir se va sin ser oído, sin salir de nuestra boca, sin tomar
forma fuera de nuestra alma.
Posiblemente
no convenga que el resto lo sepa todo. Pero en esos silencios, a veces, se deja
en reposo tanta información importante, tantas lágrimas contendías, tanto dolor
encapsulado que cuando miramos a los ojos a la otra persona pareciese que hubiésemos
puesto los primeros ladrillos de un muro que empieza a separarnos.
Sin
embargo, también a veces en lo invisible,
está precisamente la salud de las relaciones. Aquello que no se dice, lo que
incluso a pesar de hacernos tanto daño tampoco haría ningún bien fuera de
nosotros, es lo que mantiene la posibilidad de continuar más allá de lo que
molesta, enfada o entristece.
Estamos
llenos de lo que los demás no ven. Llenos de silencios sonoros, de gritos
ahogados, de lamentos sepultados en lo más recóndito de la sensatez.
No
se puede vivir a golpe de corazón. Los humanos terminamos olvidando lo que debería primar; se esconde lo que
parece que no conveniente, aunque nos arañe por dentro aquello que nos gustaría
decir.
Otras
veces uno piensa, que por mucho que se diga hay oídos que no escuchan, mentes
que no se abren y miradas que no miran. Porque es más sencillo obviar que
atender. Conlleva una nula responsabilidad.
En
definitiva, lo que nos enseña la vida y los golpes de ésta es que,
efectivamente, el cerebro nos protege de los ataques del exterior y aprende muy
pronto a salir airoso en las batallas sorteando obstáculos, haciendo mutis o
incluso, pareciendo estúpido.
Nosotros
sabemos que no lo somos.
El
resto es pura cortesía para poder seguir viviendo en sociedad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario