Aunque
no hayamos hecho nada espectacular, aunque nuestras vacaciones se hayan quedado
en un sueño, volver al ritmo diario nos cuesta.
Incluso
afirmaría que aunque nada se mueva a nuestro alrededor, los cambios en la vida
de otros también nos afectan.
El
verano es un tiempo diferente. Todo en él cambia. Lo primero la luz que nos
baña. La distinta temperatura, la claridad del cielo, las largas noches
calurosas que invitan a vivir la calle. Todo parece llevarnos a hacia el
exterior. Hay un movimiento distinto, más rápido, más dinámico, más alegre.
A
veces, esa alegría contrasta con las penas que llevamos dentro y en vez de
sentirnos inmersos en momentos exultantes, aún nos imbuimos más en nuestros
dramas personales.
Estar
dentro no está mal. Pero estar en el interior replegado con un sándwich
enrollado en los fantasmas de nuestra mente es la mayor opresión.
Volver
a la vida normal, al final nos ayuda todos. A los que lo han pasado bien. A los
que no se han movido de su rutina y hasta los que por circunstancias personales
lo han pasado mal.
Conocemos
lo que nos espera cada mañana y nos podemos dejar perder en aquello que hacemos
en automático.
Volver
a lo de siempre puede ser un alivio si logramos conquistar nuestra intención de
mirar el día a día con apertura, dispuestos a mejorarlo con pequeños cambios que nos regalemos para
sentirnos mejor. Porque en definitiva y al final, lo único que perseguimos
todos es la felicidad; a sorbos, a puñaditos o a pinceladas.
Felicidad
que es sinónimo de estar en paz y a gusto con uno mismo siempre.
Miremos
así la vuelta a la vida normal, aunque ni siquiera la hayamos dejado. Algo
cambiaremos con la entrada en el otoño; al menos la ropa y el abrigo tierno del
calor sobre el frío.
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