Nuestra
vida está delimitada por el órgano más grande y dúctil jamás conocido: la piel.
Ella nos aísla dentro pero también nos diluye fuera. Es una barrera y un
puente. Reúne en sí a todos los sentidos.
La
piel huele y se huele. La piel se toca y toca. La piel mira y la admiran. La
piel sabe y saborea. La piel suena y se oye.
Tiene
textura. Lisa, suave, rugosa, áspera, tierna, dulce, salada…mil y un mapa se
dibujan en ella. Se puede visualizar la biografía de la persona a través de
ella. Es un libro y a la vez una película. Por ella sabremos si quien se acerca
nos es afín, nos conmueve, nos sublima o nos merece rechazo. Todo en la
superficie de lo más externo e íntimo, a la vez, de nuestro cuerpo.
Tengo
una amiga de la infancia que mantiene que todo es cuestión de piel. Todo. Por
eso nos deberíamos fijar más en ella. En su tersura, en la transparencia, en la
suavidad o en por el contrario, en los surcos que la recorren hechos a base de
lágrimas y esfuerzo y de vida cansada.
La
piel transmite lo amargo y lo dulce. Aporta datos sobre el carácter, las
maneras y los modos de estar; solo hay que fijarse, rozarla…descuidadamente, si
lo que queremos es conocer verdades o intensamente, si estamos impelidos ir más
allá, adentro, camino del alma.
Cuando
mires a los ojos mira también a la piel. Sin palabras te dirá mucho.
Toca
la tuya. Que una mano acaricie la otra. Escucha el sonido del roce la piel y
estate atento a lo que te dice. Tal vez tenga sed o necesite cuidados;
posiblemente busque otra piel con una textura distinta que le atraiga como un
imán o simplemente desee estar serena respirando tranquila ahí, donde está.
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