Esta
vieja pregunta, que alude a las convicciones más íntimas de cada uno, es la
señal más evidente de nuestra condición humana. Todos tenemos una respuesta
propia dentro de cada cual y, en el sustrato de la opción que sea la propia,
está el miedo a la nada.
No
creer puede ser un pasaporte para portarse como uno desee, sin pensar en el
daño ajeno. También puede que signifique una renuncia a la eternidad, que suena
muy pesada desde nuestra vida terrenal finita.
Creer
tiene otros riesgos. Significa elegir entre el bien y el mal precisamente a
causa de esa eternidad o a pesar de ella, pero manteniéndola siempre presente.
O, en otras ocasiones, hace referencia a sentir dentro a ese dios que otros
ponen fuera con la espada castigadora o la bondad infinita en sus manos.
Creer
siempre es apostar. No creer permite instalarse en una negación activa en la
que todo vale, a veces.
No
obstante, el problema no es tan sencillo,
ni puede reducirse a estas reflexiones. El ser humano se aleja de las
creencias cuando el mundo gira a su favor, pero cuántas veces hemos visto
volver a ellas a personas moribundas o en situaciones de peligro extremo. Es
como si no quisiésemos desfondarnos. Como si quisiéramos tener siempre suelo
bajo los pies. El no, pero “por si acaso…”
No
sabría decir exactamente en lo que creo, pero creo. Posiblemente, en esa chispa
divina que considero que nos constituye. Esa parte de dioses que va con
nosotros desde un principio que nunca ha tenido inicio. En lo mejor que podemos
ser y sentir. En la parte blanca de nuestra alma. En lo suave de nuestros
pensamientos. En lo compasivo de nuestras intenciones.
En la comprensión de las
razones propias y ajenas. En una salvación personal que empieza y termina en
nosotros.
¿Crees
o no crees?.
Tal
vez no puedas contestar ahora mismo. Sería mejor esperar a encontrarte en alguna
situación límite que te de la respuesta que posiblemente desconozcas.
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