Solemos
regalar flores cuando la vida nos sonríe; cuando el amor asoma y nos inunda,
cuando queremos celebrar la felicidad compartida, cuando la vida llega o cuando
la vida se va.
Las flores que no brillan son las
últimas. Solo las ven quienes pueden ver la muerte, no quien la padece.
Llenamos
de flores al que se ha ido. Queremos regalar el símbolo de la felicidad aún
pensando en la tristeza. Y ellas lucen diferentes. No es el mismo tono el que
las acompaña, ni alumbran sonrisas, ni deslumbran sorpresas. Están silenciosas,
mudas, llenas del vacío inmenso de no celebrar, sino despedir.
Nos enfocamos en nuestro padecimiento
y no somos capaces de apreciar la liberación del sufrimiento que atenaza al que
marcha.
Nuestra
biografía está llena de fechas. Importantes, felices, dolorosas, estúpidas o
amargas pero no queremos que se cumpla la última.
Importa
mucho creer; en lo que sea. Solamente así no se desfonda la existencia, ni esos
momentos finales en los que solamente vemos que se nos va lo que amamos.
Si
creemos… ya estamos salvados, aquí y
ahora.
Morir
aquí para nacer en otra parte o para regresar a nuestra casa. A veces, imagino
cómo sería haber venido aquí de viaje pero habiendo dejado un hogar en otra
dimensión y habernos olvidado de él. ¿Y si cuando volvamos nos encontramos con “nuestro
verdadero mundo” y por eso no queremos volver dentro de nuestro viejo vestido?.
Siempre
miro las flores que acompañan el cuerpo sin vida de la mucha gente que últimamente
se ha ido cerca de mí. Imagino que cuando nacieron no sabían el lugar ni el
momento que ocuparían, ni que acompañando a la muerte ellas mismas lo estarían.
Me gustaría que el rito que se ciñe en
torno a los que mueren fuese de otra forma. Que las flores estuviesen vivas,
plantadas en un jardín pero no para despedir una marcha, sino para celebrar un
regreso.
Me quedo con la necesaria idea de “regresar”
al hogar”.
Me
siento mejor.
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