Vivimos
en un mundo hedonista. Obviamos la parte mala de la vida y procuramos quedarnos
con el instante gozoso o el que esperamos más tarde. Hay poca tolerancia a la frustración.
No nos enseñan nada más que a triunfar y el resto, todo lo que quede bajo el
umbral de lo deseable, o no es para nosotros o pensamos que no nos llegará
nunca.
En
la escuela, desde la infancia, tenían que prepararnos también para aceptar lo
negativo de la vida, las pérdidas, los fracasos, los errores y las
equivocaciones y darle un sentido de poder cuando hayamos aprendido a
superarlos. La mayoría de lo peor que nos sucede trae algo mejor añadido. Una
opción en la que no habíamos pensado, un nuevo giro a la vida que nunca
esperaríamos o simplemente un cambio que se hacía necesario desde hace tiempo y
que no nos atrevíamos a dar.
Siempre
he pensado que cuando uno no resuelve por sí mismo, la vida lo hace. Tarde o
temprano nos pone frente a nuestros muros y sin darnos cuenta, aparecemos hablando
con los fantasmas que nos invaden. Por mucho que queramos evitarlo, hay que
crecer.
Efectivamente,
estamos acostumbrados a oír, que de algún modo, hay que alimentar al niño que
llevamos dentro. Es cierto que la infancia aporta toda la frescura y la
imaginación creativa que luego perdemos y que convierte en ilusión todo lo que
toca. Eso es lo que tenemos que dejar aflorar de nuestro niño interior, sin
embargo, estamos obligados a ejercer la madurez desde el autoconocimiento, el
dominio de las emociones tóxicas y sobre todo, desde ese amor hacia nosotros
mismos que guarda tantos afectos derramados sobre el corazón de todos los que
nos amaron entonces, empezando por nuestra madre.
No estamos acostumbrados a soportar el dolor,
por eso cualquier herida, por pequeña que sea, duele tanto.
La
paciencia es un don magnífico que habría que cultivar día a día. Saber esperar.
Poder aquietarnos y detenernos cuando creamos que no podemos más.
Siempre
se puede. Con todo. Siempre.
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