Hay
que tener herramientas para que el corazón se sacuda la pereza, la pena, la
tristeza o el abatimiento. Hay que buscar anclajes que nos permitan remontar la
pendiente de la desgana y recolocarnos en una situación de poder en la que
seamos nosotros los que dirijamos la orquesta de sentimientos que nos agobian.
Una
de las muletas más válidas que he encontrado para salir de ese estado de apatía
que sobreviene tras alguna contrariedad, es la música.
Una
melodía puede ayudarnos tanto que nos permite a instalarnos en otro plano del
sentir.
Una
canción puede evocar recuerdos, desplegar sensaciones y proyectar deseos. El
mero hecho de colocar una melodía en momentos de añoranza o hastío puede
provocar una revolución interior.
La
música es el condimento de la vida. El supremo néctar de cada situación, el
apoyo de los momentos de intensidad y de aquellos otros que nos dejan de la mano de la
soledad.
He
aprendido de mi hija a poner música mientras me doy un baño. Antes, la gente
cantaba en este placentero momento. Ahora, hemos dejado de hacerlo y sin querer,
se convierte en una rutina rápida que debe terminar cuanto antes para salir
deprisa.
El
agua, al igual que la música, nos transforma o al menos lo hace con el momento mágico
en dónde nos acompañan. El agua tiene su propia melodía al caer. El sonido del
agua puede sanar, incluso. Por eso esta fórmula es perfecta cuando nos
encontramos mal. Un baño sonoro, donde nos impregnemos de los ruidos de las
gotas sobre la piel y en el cual, escuchemos la melodía preferida para
relajarnos de cualquier forma.
No
seremos otros, no habremos cambiado nada pero, al menos, estaremos en otra
disposición cuando pongamos, de nuevo, nuestros pies en el suelo del baño.
Estoy segura. Lo he probado muchas veces.
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