Siempre me ha encantado la comunicación. Creo que ella es lo
que verdaderamente nos hace humanos, una de las pocas cualidades que hemos
ganado a la especie para trascenderla. La herramienta más poderosa y preciada
de todas las que poseemos.
Poder transmitir lo que sentimos, verbalizar pensamientos,
atraer la atención del otro mediante la palabra, sugerir, orientar, comprender,
asistir, colaborar o implementar son algunas de las vías que se abren ante cada
uno de nosotros a través del lenguaje. Y es que en el fondo, la palabra no es
sino un eslabón más para mantenernos unidos.
Somos
seres sociales y solamente a través de la relación con los demás descubrimos la
dimensión propia. No cabe pensarnos en soledad, aunque a veces sea un estado
elegido, y mucho menos nos imaginamos en ella cuando es obligado.
Hay un
cierto temor que nos asola a todas las madres y es que nuestros hijos abandonen
el hogar. Es un sentimiento de fuerte dependencia que clama por abrirse paso
entre la sensatez y la cordura de reconocer que han de hacer su vida, que deben
volar para seguir creciendo y que nuestra presencia en sus días solamente tiene
sentido desde el respeto por sus decisiones.
Hemos
colaborado en su felicidad desde su nacimiento pero es ahora cuando hay que
demostrar que nos importa como la vayan construyendo por sí mismos. Lo peor es
enfrentarnos al vacío que quede tras su marcha. Para recuperar nuestro espacio,
ese que hemos cedido incondicionalmente a sus pasos, debemos crearlo
nuevamente.
Hay que
preguntarse qué nos cautiva, cuales son las metas que siempre han estado
esperando su momento, cómo nos sentimos mejor cuando disponemos de tiempo a
nuestro favor y descubrir de nuevo, lo que nos apasiona.
La vida
es cíclica. Todo cambia demasiado rápido. Todo se transforma sin remedio.
Nosotros mismos, aunque pretendamos dilatar las situaciones para que el tiempo
sea benévolo con los sentimientos y consiga en ellos un equilibrio
homeostático, no somos los mismos en períodos de tiempo sucesivos.
A veces,
cuando cierro los ojos e imagino la casa en silencio…sin la música alta
mientras duran los baños, las ventanas abiertas durante el estudio, las pipas,
las patatas y golosinas encima de las mesas o simplemente ese desorden
continuado y siempre pospuesto en función de la ausencia de tiempo libre…me
invade una angustia infinita de la que me parece que me va a costar salir.
Otras me
veo entregada a lo que me gusta, ejercitando lo que he anhelado desde siempre o
cumpliendo metas pospuestas mientras llegan los fines de semana de
reencuentros, lavadoras rápidas y pizzas, de nuevo.
Entre una
situación y la siguiente…siento temor ante las soledades que me abrazan amenazando
días grises de silencios impuestos y esa especie de fantasma amenazador que me
susurra al oído que muy pronto todo será diferente.
Aunque no
tiene por qué ser peor. Con eso me quedo y en esa esperanza miro a un mañana
que cada día veo más cerca.
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