Acabo de recibir una carta de mi padrino de bautismo. Es una
persona adorable, profundamente culta, y con ello aludo a su sabiduría para
vivir desde siempre, e inmensamente entrañable.
A sus 94
años, me dice que solo podría soportar el presente si rescata del pasado todo
lo mejor que ha habido en él. Cuando se tiene esta edad, el presente tiene un
futuro muy corto, por largo que sea, y resistir la idea de la marcha solamente
es posible con un pasado sólido y bien vivido. Entonces, es más sencillo
conformarse con el momento al que hemos tenido la suerte de llegar.
A medida que
avanzaba en la lectura de la carta, me iba dando cuenta de lo importante que es
recibir aún estas joyas de papel. Su letra temblorosa, el cansado ritmo de sus
palabras tras el último infarto y el imperioso deseo de seguir comunicándose me
llevaron a pensar en lo tremendo que es estar en cualquier sala de espera.
La vida pasa
muy deprisa y por larga que sea, siempre resulta corta. Estamos tan inmersos en
el día a día que pareciese que acabamos de empezarla hace poco, pero nuestra
biografía nos enseña los años que llevábamos a cuesta y sobre todo, las
cicatrices que nos decoran.
Es delicioso
poder llegar a la vejez con la lucidez mental plena y con el sentimiento de una
vida suficientemente cumplida. Que nada de lo que nos apasione quede por hacer,
que nada de lo que quisimos expresar haya quedado en el aire sin destinatario,
que lo que gozamos sea el mejor equipaje y lo que amamos nuestro vehículo para
que el viaje sea dulce y complaciente.
Las salas de
espera, hasta ésta última, siempre nos enseñan a ser pacientes. Nos obligan a
someter la prisa y a valorar cada instante ganado al tiempo de expectativa. Nos
unen con los que están en circunstancias similares y entonces, las diferencias
se borran.
Ansiosos por
salir de ellas, ponemos en alerta a nuestro sistema defensivo y tratamos de ser
benevolentes con nosotros mismos para no sucumbir a la impotencia de seguir
esperando en un proceso que se dilata más de lo deseado.
Posiblemente,
la sala de espera que nos lleva a la despedida final, sea la única de la que no
queramos salir porque a pesar de los quebrantos de la vida, nadie quiere
abandonarla. Sin embargo, estar en ella satisfecho de lo que hemos vivido atrás
es un buen cojín sobre el que apoyar nuestra cabeza para seguir soñando aún el
tiempo que nos quede.
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